La ciudad a los pies del imponente cerro de plata.

La envidia del mundo: el cerro rico

El poder de la plata potosina movió los designios del mundo. Del Cerro Rico salió toda esa plata que volvió locos a los españoles y revolucionó el mundo entero. Hoy, exhausto, está a punto de desplomarse.

El Cerro Rico está privado de todas las gracias naturales, pero no importa… es inmensamente rico.

Cinco siglos de explotación desmedida lo han dejado debilitado, pero no exhausto y ya sin rastros del esplendor vibrante y fugaz de Potosí aún tiene riqueza en sus entrañas.

El Tío, o el diablo, un ser grotesco y sobrenatural, con sus enormes cuernos y su gran falo, es el dueño de la mole de plata, zinc y estaño. A él, en un ritual diario, los mineros le piden permiso para ingresar a trabajar en sus galerías. Le ofrendan, para saciar su sed, su hambre o sus vicios, alcohol etílico de 96 grados, hojas de coca, tristes monedas, comida o cigarrillos Astoria, de tabaco negros, sin filtro, fuertes, penetrantes.

En las cientos de bocaminas hay siempre uno de ellos, sentado o de pie, en su entrada o en algún filón en lo profundo, con las palmas de las manos hacia arriba para recibir las ofrendas y los labios entreabiertos para fumar. Sus mejillas las tiene hinchadas como si estuviera en la boca hojas de coca para extraer su savia.

Los mineros construyen con devoción una ruda imagen del Tío, diferente, particular, único de paraje a paraje y de mina a mina.

Con una masa de yeso blanco y agua de cola, sus manos de callos y huesos fracturados le dan forma, lo pintan de un color fuego intenso, le colocan cuernos de toro, orejas largas y afiladas, dientes en la boca y una larga cabellera negra en la cabeza, le dibujan ojos fríos y penetrantes, le dotan de un gran pene erecto y lo colocan en el suelo sobre un aguayo de lana de muchos colores de forma rectangular que las mujeres indígenas lo confeccionan a mano.

El aguayo lo utilizan las mujeres quechuas y aymaras como manta en complemento de su vestidura y para llevar a los bebés en la espalda o cargar algunas encomiendas.

Al cuello del Tío le enrollan serpentina, esas tiras de papel que se utilizan en carnaval o días de fiesta, le colocan en su gran boca hojas verdes de coca y un cigarrillo Astoria encendido. Sobre el aguayo siempre hay frascos de alcohol y hojas de la milenaria planta, considerada sagrada.

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La plata de Potosí movió el mundo durante más de tres siglos. Fotos: ARCHIVO

Si los mineros ofrecen al Tío alcohol puro de 96 grados, las vetas serán también puras.

La montaña, de color marrón rojizo, tiene al menos quinientos kilómetros de estrechos caminos subterráneos que se conectan entre sí, que se transitan con el cuerpo encorvado y que fueron excavados, apenas más anchos que el cuerpo de una persona, desde la época de la Colonia.

En ellos quedaron sepultados miles y miles, dicen ocho millones en 500 años, de aventureros españoles, criollos caídos en desgracia, pueblos indígenas obligados a entregar en masa a sus hijos y esclavos traídos de África, y desde la fundación, hace dos siglos, mineros de la iniciativa privada y la estatal.

Cuando llegaron los colonizadores españoles, su cima alcanzaba una cota de 5.183 metros de altitud sobre el nivel del mar y su circunferencia era de una legua. Su cúspide parecía un cono perfecto.

En el siglo XVII un artista anónimo, en óleo sobre lienzo, retrató al Cerro con la forma de la Virgen María y con un hermoso manto de color púrpura.

Es la pintura de la Santa, fundida con la misteriosa montaña, más importante por su simbología religiosa.

El autor representó la coronación de la Virgen María inserta en el Cerro Rico. Es una metáfora del mundo a los pies de la montaña. Y es que la plata de las minas potosinas enriquecía y daba lustre al mundo entero.

La Virgen del Cerro, así llaman a la famosa pintura, resulta singular en la figura de la misma María. Se la ha dibujado con su hermoso rostro y sus delicadas manos, pero el resto de la figura está revestida con la imagen del Cerro. Y a la derecha del insólito manto-cerro está el sol, y a su izquierda, la luna.

Hoy el Cerro, objeto de deseo, imán de voluntades, es un triste despojo de lo que fue y su altura es de apenas 4.400 metros.

Su cima puntiaguda, perfecta, emblemática, ya no existe, perdió 600 metros. En su lugar apareció una depresión topográfica, circular, profunda, peligrosa, del tamaño de un campo de fútbol.

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La ‘Virgen Cerro’, una famosa pintura anónima que cuenta la historia de la montaña.

Los hundimientos se han multiplicado desde la cima hasta las faldas de la montaña. En sus sombríos y profundos laberintos hay miles y miles de hundimientos, pequeños, peligrosos, oscuros, a diestra y siniestra, en el techo de tierra y mineral y abajo, en el suelo.

Por ellos se cuela un viento frío, fantasmal, eterno, que a veces trae voces lejanas y apenas audibles, el eco de la explosión de una carga de dinamita, el ruido confuso de un derrumbe o el quejido lastimero de algún obrero de la bocamina caído en desgracia bajo cientos de kilos de roca desprendida.

La fortuna, el horror, el asombro, la muerte se confunden en los endemoniados socavones que seducen con un manto de pacífica apariencia.

Rodeado de desmontes, cráteres, contaminación de residuos sólidos, gigantes nubes de polvo mineral, ambientes adversos y hostiles, el Cerro es un triste despojo de lo que fue.

En 1825, el Libertador Simón Bolívar y el Mariscal de Ayacucho, Antonio José de Sucre, ya lo advirtieron.

Llegaron a la Villa Imperial, título concedido a la ciudad por el rey Carlos I de España y V de Alemania en virtud a su riqueza y abundancia, entre salvas de artillería, arcos triunfales festivamente adornados y una multitud que los aclamaba.

A cuatro mil metros sobre el nivel del mar, en la fría ciudad que llegó a ser la más poblada del mundo, Bolívar y Sucre, hombres de las amplias llanuras tropicales, se armaron de valor y en parte a caballo y mula, y después a pie, pisaron la cúspide de la montaña.

Los grandes recuerdos del pasado de la montaña no eran más que un triste yermo destituido de todas las gracias naturales, pero estar ahí, en su famosa cima, era un brillante final en la historia de los dos héroes de la independencia americana

Bolívar, señala El Cóndor, el primer periódico de la República fundado por Sucre, mandó levantar las pabellones de Colombia, Perú y Venezuela y dijo “fervientes palabras”: “En pie sobre esta mole de plata que se llama Potosí, Cerro que brota plata, y cuyas venas riquísimas fueron 300 años el erario de España, yo estimo en nada esta opulencia cuando la comparo con la gloria de haber traído victorioso el estandarte de la libertad desde las playas ardientes del Orinoco, para fijarlo aquí, en el pico de esta montaña, cuyo seno es el asombro y la envidia del mundo”.

La envidia del mundo está en la Lista del Patrimonio Mundial de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura desde 1987 —y Patrimonio en Riesgo desde 2015— en el escudo de armas boliviano, en su divisa, en su historia, en la historia del mundo.

Fue la fuente de plata más importante del planeta y la fuente de plata más rica de la historia de la humanidad.

De color blanco y brillante una vez fundido, de la inagotable mina cuerpo de tierra y alma de plata salió el 80% de todo ese mineral del planeta.

A las espantosas cuanto ricas entrañas unos diez mil mineros entran a diario para abrir nuevos socavones con explosivos y extraer toneladas y toneladas de grava y mineral.

El Cerro Rico resiste, aún de pie, la embestida. Por dentro, un día sí y otro también, se deshace y aplasta en venganza a alguien que rasguña sus entrañas.

A un año del descubrimiento de la riqueza, el aventurero Juan de Villarroel, que tomó posesión de la montaña, envió un memorial a Carlos V con un descomunal donativo de doce mil marcos de plata con una pureza nunca vista hasta entonces: 99,99%.

En el oficio, el rico español, dueño de minas e ingenios, le pedía a su majestad que le confirmase como descubridor del cerro.

La respuesta del Monarca —Emperador de Alemania, de España y de los Reinos del Perú— fue afirmativa.

Carlos V acompañó su decisión oficial, inapelable, con un escudo de armas en el que aparece el rico cerro en campo blanco, con dos coronas del Plus Ultra a los costados, la imperial corona al timbre y una leyenda al pie:

Soy el rico Potosí del mundo soy el tesoro soy el rey de los montes y envidia soy de los reyes.

Al escudo de armas le acompañó la declaratoria de Villa Imperial de Potosí que investía de grandeza y honores a sus ciudadanos.

Se decía Vale un Potosí para elogiar lo que no tenía precio.

La Paz/AEP

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