A días de las elecciones generales del 17 de agosto, las encuestas difundidas por diversos medios de comunicación han generado más dudas que certezas.
Su poca consistencia metodológica, sus amplios márgenes de error y, sobre todo, la clara tendencia a favorecer a determinados candidatos opositores, han despertado un escepticismo creciente entre analistas, actores políticos y sectores sociales.
No se trata únicamente de una discusión técnica sobre márgenes de error o muestras estadísticas. Lo que está en juego es mucho más profundo: la legitimidad del proceso electoral y la confianza ciudadana en sus mecanismos de medición.
El ministro de Medio Ambiente y Agua, Álvaro Ruiz, ha denunciado que algunas encuestas llegan a presentar errores de hasta el 20%, pero aun así coinciden en desplazar por completo al bloque de izquierda, descartando incluso su presencia en una eventual segunda vuelta. ¿Casualidad? ¿Error? ¿O cálculo político?
No es la primera vez que ocurre. En las elecciones de 2020, Luis Arce —candidato del Movimiento Al Socialismo (MAS)— aparecía en los sondeos con apenas un 24% de respaldo. El día de la elección obtuvo el 55,11% de los votos. La diferencia no fue menor: más de 30 puntos porcentuales que dejaron en evidencia la fragilidad —o manipulación— de los estudios previos. Hoy la historia parece repetirse.
El viceministro Gustavo Torrico lo ha dicho sin rodeos: las encuestas favorecen a quien las paga. En su análisis, esta narrativa busca condicionar el resultado final y sembrar el terreno para un eventual desconocimiento del voto popular si la izquierda supera las expectativas fabricadas por los sondeos. “Quieren curarse en salud”, advirtió con ironía.
Es evidente que hay un sesgo de las encuestas y un sospechoso rol de los medios que las reproducen sin mayor escrutinio.
Que un 35% del electorado permanezca indeciso o no exprese su intención de voto convierte en una ficción cualquier intento de anticipar el resultado o de consolidar una supuesta hegemonía de la derecha.
Más allá de las cifras, lo que preocupa es la intención. Las encuestas, presentadas como estudios neutrales, parecen funcionar como herramientas políticas para instalar un relato: que la izquierda está fuera de competencia, que la segunda vuelta será un asunto exclusivo entre candidatos conservadores, que el ciclo progresista ha terminado.
Esa narrativa busca clausurar el debate democrático y anular la posibilidad de una opción popular en la papeleta.
El analista Manuel Mercado lo expresó con claridad: no es creíble que el bloque popular, que hace apenas cuatro años logró más del 55% de los votos, haya desaparecido de la noche a la mañana. La historia electoral boliviana demuestra que las transformaciones no son tan abruptas ni las memorias tan frágiles. Las encuestas que excluyen al MAS y sus candidatos no reflejan la realidad, las fabrican.
En democracia, las elecciones deben ser ganadas en las urnas, no en las encuestas. Invisibilizar a una fuerza política con amplio respaldo histórico no solo es una falta ética; es también un riesgo institucional.
Cuando las mediciones se convierten en instrumentos de manipulación y no en herramientas de análisis, la democracia se debilita y la polarización se profundiza.
Las elecciones del 17 de agosto deben definirse con votos, no con encuestas interesadas. La voz del pueblo, y no la de las consultoras, debe ser la que trace el rumbo de la historia.