La reciente decisión del gobierno del presidente Rodrigo Paz de intervenir la estatal Empresa de Apoyo a la Producción de Alimentos (Emapa) ante indicios de corrupción marca un punto de inflexión en la gestión pública. No se trata únicamente de una medida administrativa, sino de una señal clara de que el Estado no puede tolerar el deterioro moral ni financiero de las instituciones que pertenecen al pueblo boliviano. La corrupción, más allá de los nombres o de las cifras, erosiona la confianza ciudadana, desangra los recursos nacionales y paraliza la esperanza colectiva en un desarrollo justo y sostenible.
El ministro interino de Desarrollo Productivo y Economía Plural, Óscar Mario Justiniano, ha descrito la situación como el hallazgo de una “deuda monstruosa”. Esa expresión sintetiza el tamaño del desafío: una empresa pública que, creada para servir al país, presuntamente terminó acumulando compromisos y prácticas poco transparentes que hoy amenazan su sostenibilidad.
Sin embargo, reconocer la magnitud del problema es el primer paso para enfrentarlo con seriedad. La intervención de la empresa estatal, en ese sentido, no debe verse como un castigo, sino como una oportunidad para sanear, revisar y reconstruir una institución al servicio del bien común.
Bolivia ha aprendido, a lo largo de su historia, que los procesos de reforma institucional solo prosperan cuando se combinan con la transparencia, la rendición de cuentas y la participación de todos los sectores involucrados. Por eso, el gesto del ministro Justiniano al abrir las puertas del diálogo con los panificadores —un gremio esencial para la economía cotidiana y la seguridad alimentaria del país— es más que una señal política, es una muestra de madurez y de compromiso con la concertación social.
El desafío, sin embargo, va más allá de resolver una deuda o de ordenar una intervención puntual. Implica repensar el papel de las empresas estatales, cómo pueden transformarse sin perder su carácter social, cómo pueden competir sin abandonar su misión pública y cómo pueden rendir cuentas sin temor a la transparencia. Estas preguntas deben guiar la acción de un gobierno que busca cimentar una nueva ética pública basada en la integridad y el servicio.
El Estado boliviano tiene la obligación moral y constitucional de proteger el patrimonio de todos. Por eso, cada acción que apunte a rescatar la legalidad, la eficiencia y la honestidad en el manejo de los recursos públicos merece apoyo. Pero ese respaldo debe venir acompañado de una vigilancia ciudadana activa y responsable.
Hoy, la intervención dispuesta por el Gobierno puede marcar el inicio de una etapa de transparencia y reconstrucción. Que la “deuda monstruosa” no se convierta en un motivo para el desaliento y que este momento difícil sirva, más bien, para renovar el pacto entre Estado y ciudadanía, entre producción y honestidad, entre desarrollo y moral pública.
AEP

