Víctor Vargas Ramos, conocido como ‘Ana’, dejó una huella imborrable en la danza de la Kullawada, la gastronomía popular y los afectos de su comunidad.
Son las 18.45 del 21 de diciembre de 2024, día de la celebración a la Illapacha, tiempo de gratitud por la primera siembra, inicio del ciclo femenino, de las lluvias y la fertilidad. Estoy sentado junto a la ventana, empañada por las gotas de este líquido vital; la melancolía me atrapa, hay mucho que agradecerle a la vida. Me reconforta haber participado, horas antes, en las ceremonias rituales dedicadas a las deidades de la abundancia. Inauguramos el centro ceremonial en el mirador Laikakota, en la ciudad de La Paz. Fue un día cargado de símbolos, de emociones profundas.
Mientras repaso lo sucedido, reviso mi celular y encuentro un mensaje. Remite Fernando Ladislao Gil y dice: “David, buenas tardes. Mi tío acaba de fallecer. Le llamaban ‘Ana’, seguro te acuerdas. Tal vez te interese saber más sobre él”. La familiaridad con la que escribe me compromete rápidamente a conectar mi memoria con la de ‘Ana’ –claro que la conozco– y, en ese momento, invaden en mí los recuerdos de la historia de Zenón Quispe Ventura, conocido como ‘Mónica’. En su honor escribí una crónica dedicada a esta matriarca de la zona de Callapa, fallecida el 17 de julio del 2020.
‘Mónica’ fue amiga entrañable, hermana del alma y cómplice de vida de ‘Ana’, de quien ese día supe que también había abandonado este plano terrenal. Seguramente para unirse a ella y seguir bailando juntas de awilas en la Kullawada Celestial, girando sus polleras como estrellas en la constelación sideral. Cuando escribí sobre ‘Mónica’, me había comunicado con ‘Ana’ para contarle que estaba preparando una semblanza sobre su yunta, su amiga cercana e inseparable.
Le dije que, en esa historia, ella también estaba presente, y que quería seguir escribiendo sobre ambas. Pero los tiempos de pandemia, los compromisos laborales y otros percances impidieron que nos reuniéramos. La tristeza se apodera de mis pensamientos. ¿Cómo puedo resarcir esta ausencia?.
Después de agradecer el mensaje a Fernando, le pido que me permita escribir sobre su tío, contar su vida, sus aportes a la cultura y a la danza de la kullawada. Con generosidad, el buen sobrino se compromete a compartir fotografías recuperadas y fragmentos de historia que él conoce.
Son esas memorias las que ahora les comparto en este texto, colmado de afecto y gratitud.
VÍCTOR VARGAS RAMOS (‘ANA’)
Nació el 6 de marzo de 1950 en la ciudad de La Paz. En su carnet de identidad figura con la profesión de gastrónomo y como lugar de residencia la comunidad de Chicani, una zona agrícola que, pese a estar conectada con sectores urbanos de la ciudad, aún conserva muchas costumbres rurales.
Tuvo una vida difícil. Quedó huérfano de madre siendo muy niño: ella murió de cáncer, dejando a su esposo con la responsabilidad de criar a Víctor y a su hermana menor. Su padre, benemérito de la Guerra del Chaco, se volvió a casar con una mujer que se convertiría en la madrastra de ambos. La hermana menor de Víctor se llamaba Filomena Vargas, madre de Fernando, sobrino de ‘Ana’, quien nostálgico comparte este conmovedor recuerdo:
“Mi tío deja historias muy profundas en mi familia. Vivió hasta los 13 años con su papá y la nueva familia que este había formado, pero nunca llegó a sentirse en casa. El maltrato que recibía —seguramente por su diferencia— lo llevó a tomar la dura decisión de marcharse, dejando a su hermanita, mi mamá, con esa familia. Ella tampoco recibió buen trato y escapó muy joven. Me contó que, al salir de su casa, bajó sin mirar atrás desde el barrio La Portada hasta Sopocachi, sin rumbo. Al llegar al mercado Sopocachi, conoció a una señora que vendía frutas. Como enviada de Dios, esa mujer se convirtió en su protectora, su madrina, y le enseñó el valor del trabajo y del cuidado. Más adelante, mi mamá se casó con mi papá, y desde entonces comenzó una intensa búsqueda por su hermano mayor, a quien no veía desde niña. Con el tiempo, emocionada, lo encontró: Víctor ya había construido su vida en Chicani. Desde ese momento, comenzamos a visitarlo junto a mis hermanos. Pero la vida volvió a golpearnos: mi mamá también murió de cáncer. Otra vez la muerte separaba a los hermanos, y mi tío quedó triste. Nosotros, huérfanos. Mi tío Víctor siempre fue muy amoroso, especialmente conmigo. Me cocinaba, me compraba ropa… incluso me pidió que fuera a vivir con él porque no me veía bien con mi papá. Cuando me sentía desconsolado en casa, iba donde mi tío”.
El mismo cuidado que Víctor impartía a su sobrino es el que regaba en su comunidad, Chicani, donde hizo de la comida su fuente de vida y subsistencia. Alquiló un puesto donde vendía diversos platos que deleitaban a los comensales. A través de la comida, construyó relaciones de afecto, solidaridad, compadrazgo y baile que marcaron su historia con un valor singular.
LA DANZA DE LA AWILA: LA PASIÓN POR LA KULLAWADA
Las fotografías que recibí de las manos de Fernando cuentan infinidad de historias de la vida de Víctor, conocida como ‘Ana’ por sus amigos y vecinos. En todas las imágenes se la ve hermosa, vestida de awila, personaje propio de la kullawada, bailando en diversos lugares, en distintos tiempos, de joven a adulta, en pueblos, en fiestas, ataviada de polleras de varios colores y bastantes enaguas que la muestran imponente y orgullosa, con un rostro de placer y felicidad. Siento que eligió la kullawada porque es reconocida como la danza del amor, donde el corazón en el pecho de los trajes de mujer simboliza el amor, el amor perdido, el amor por llegar, en suma, el amor que tal vez incansablemente buscó.
La historia de ‘Ana’ está muy conectada con la fiesta de los carniceros, que se celebra cada 4 de octubre en la iglesia San Francisco de La Paz, en honor al Tata San Francisco. En esta festividad, la danza principal es la kullawada, que aún hoy cumple con muchos rituales. Esta danza tiene como propósito unir parejas y formar alianzas entre familias pudientes del gremio de los carniceros. Se dice que los padrinos de la kullawada son los encargados de decidir quién baila con quién, eligiendo a los hijos solteros de los carniceros, quienes, según la tradición, deben casarse entre sí para continuar aumentando la riqueza. Las mujeres, al bailar, lo hacen con una actitud que refleja poder económico, luciendo polleras y múltiples enaguas, un corazón adornado con joyas de oro, y un sombrero del que cuelgan perlas que simbolizan las lágrimas del amor.
Esta hermosa danza cuenta con dos personajes importantes: el waphuri “jefe del grupo”, quien es el patriarca del grupo o comunidad, y por otro lado la awila, representada por un hombre vestido de mujer —travestismo ritual—, quien carga un bebé. Según la tradición, sería el fruto de su relación ilegitima con el waphuri, a quién, mediante los contoneos y giros constantes de la pollera, la awila reclama la paternidad de su niño.
La awila fue el personaje que ‘Ana’ eligió bailar durante toda su vida, hasta semanas antes de fallecer. Sin embargo, ella no bailaba sola, como era costumbre, sino acompañada de sus amigas, quienes formaron filas de tres awilas, como protegiéndose mutuamente. Esto añadió un nuevo sentido de sororidad y compañerismo. Juntas, ‘Felisa’, ‘Mónica’ y ‘Ana’ representaron durante años este personaje emblemático, que invoca la fertilidad, asociado con la buena producción y la suerte.
En las fotografías se las ve alegres, bailando en distintas fiestas y con varias personas: amigos, fraternos y, seguramente, parejas. Hay imágenes en zonas rurales y muchas otras durante la fiesta del Tata San Francisco. Las fotos siguen un orden cronológico: en los años 90 aparecen las tres juntas; luego, solo dos; y, finalmente, una sola: ‘Ana’. La muerte fue llevándoselas una a una. Primero partió ‘Felisa’, luego, en 2020, ‘Mónica’ y, en diciembre de 2024, se fue ‘Ana’, cerrando así el círculo de estas tres matriarcas de la kullawada, quienes serán recordadas por siempre.
LAS MANKAPAYERAS: LAS QUE VENDEN COMIDA
En el archivo de ‘La Ana’ se encuentran una serie de imágenes de su profesión gastronómica, se ve a Víctor serio, concentrado en su arte de la cocina. Se siente en cada imagen el amor que tenía por cocinar para las fiestas. Su sonrisa, la complicidad con ‘Mónica’, con quién atendía muchas de estas fiestas. Se les ve juntos sirviendo infinidad de platos, siempre felices, con mandiles, con enormes ollas y utensilios de cocina, cucharones, espumaderas, las manos que transmitían todo ese gusto al servir. Puedo percibir que fueron muchos contratos que atendieron a lo largo de los años, también es notorio que no solo atendían a los pasantes e invitados de las fiestas, sino, después de servir la comida, se consagraban al placer de bailar de awilas. ¡Qué mejor combinación! El arte de bailar y cocinar unidos. Al ver las imágenes, aprendí que las ollas se miden por su capacidad en litros, la cantidad de líquido que puede contener una olla es la que determina el número de personas a las que va atender, para 100 y más comensales.
Fernando me comenta: “Yo, como músico, vi a mi tío en muchas fiestas, siempre cocinando. Tenía varias ollas de distintos tamaños, como se ve en la fotografía con ‘Mónica’, donde sostiene un cucharón enorme, como si fuera un arma de guerra. Mi tío vivía de la cocina; entregó su vida y su sabiduría a través de la gastronomía. Al revisar este archivo, veo que cocinaba y bailaba: kullawada, calcheños, inkas y otras danzas. Mi tío, junto a ‘Mónica’ y ‘Felisa’, fue muy conocido; abrieron caminos en las zonas rurales periféricas durante su tiempo. Es como trazar una ruta siguiendo los pasos de estas sabias awilas. ‘Felisa’ vivía en la zona de Pampahasi; bajaban a Chicani, donde vivía mi tío Víctor (‘Ana’); y luego seguían a la comunidad de Callapa, donde dejó huellas ‘Mónica’. Las fotografías de este archivo que comparto muestran esos tránsitos”.
Fue un privilegio conocer de cerca la vida de Víctor a través de más de 250 fotografías que su sobrino Fernando me entregó. Cada imagen es una historia en sí misma, una serie que retrata su vida, su cotidianidad y sus alegrías. Se puede percibir cuáles estaban pegadas en sus paredes, las más cercanas y queridas aún tienen marcas de cinta adhesiva. Ahora todas están resguardas en un fólder transparente, listas para seguir contando historias.
LA PARTIDA DE ‘ANA’
Víctor murió el lunes 16 de diciembre de 2024, la causa fue una enfermedad renal crónica, además padecía diabetes. Ese fue el último dato que me escribió Fernando. Entonces pensé que ya era ahora de visitar a ‘Ana’, algo que debí hacer hace mucho tiempo.
Emprendí el camino hacia Chicani. Primero llegué a Samapa, en Pampahasi, donde, en una esquina, esperan los minibuses que van hacia Chicani. Subí a uno; el trayecto dura unos 20 minutos. Los choferes conocen bien a sus pasajeros, así que le pregunté al conductor si conocía a Víctor, a quien todos llamaban ‘Ana’. Me respondió que sí, que había fallecido recientemente. Me dijo que era muy conocido en el barrio por bailar como awila y que era una buena persona. También me indicó que tenía un puesto de comida en la esquina de la plaza.
FOTOS: ARCHIVO DE VÍCTOR VARGAS RAMOS, CUSTODIADA POR EL ARCHIVO Q´IWA. GENTILEZA FERNANDO LADISLAO GIL
Agradecido, bajo del minibús con el corazón cargado de emoción. Guiado por las voces del barrio, me dirijo al camposanto: “Bajas directo y doblas a la izquierda hasta llegar al cementerio”, me habían indicado. Era temprano, un sábado después del Viernes Santo, y las calles estaban vacías, era feriado, se entiende.
Al llegar a la puerta del cementerio, me encuentro con don Alipio Ramos. Le pregunto por el nicho de Víctor, usando la referencia más común: “bailaba kullawada de awila”. Él me responde: “Todos conocemos a ‘Ana’. Está enterrado acá”. Me guía hasta un lugar donde aún hay un promontorio de tierra removida que cubre el cajón de ‘Ana’. No hay lápida, epitafio ni flores frescas. Pienso que quizá la distancia impide que sus familiares la puedan visitar.
Preocupado, Alipio me dice que sería necesario construir una base de cemento para evitar que, con el tiempo, puedan sacar su cuerpo. Me imagino una lápida con ambos nombres, el real y el adoptado, como un gesto mínimo de justicia para alguien que lo merece profundamente.
Don Alipio me cuenta que el pueblo de Chicani respetaba mucho a Víctor. Fue un personaje imprescindible en las fiestas populares; cocinaba en cada celebración donde era contratado. Recuerda, con especial cariño, que un año él recibió la fiesta principal de la zona, en honor al Tata Santiago.
Y entonces me quedo solo, al lado de su tumba, imaginando la vida de ‘Ana’ en Chicani, contemplando el impresionante paisaje que se extiende desde este lugar, donde ahora descansa su cuerpo. Pero su alma permanece como guardiana del pueblo, vigilante, observando la belleza de La Paz, la ciudad que tanto amó y donde, seguramente, su historia seguirá contándose al ritmo de la kullawada. Porque hay vidas que no mueren, solo se transforman en memoria, como la de ‘Ana’.
Por: David Aruquipa Pérez