Crónica de una revolución anunciada: El camino hacia el 16 de julio de 1809

El día de la revolución paceña fue el despertar de un pueblo que, luego de siglos de opresión y numerosos intentos fallidos, finalmente se levantaba para tomar las riendas de su destino.

En los albores del siglo XIX, la América colonial era un caldero hirviente de descontento y anhelos de libertad. La revolución paceña del 16 de julio de 1809 no surgió de la nada, sino que fue la culminación de décadas, incluso siglos, de tensiones acumuladas y rebeliones sofocadas.

Desde mediados del siglo XVII, el Alto Perú (actual Bolivia) había sido escenario de numerosos levantamientos. En 1661, Antonio Gallardo lideró una revuelta en La Paz que acabó con la vida del corregidor español. Décadas después, en 1730, Cochabamba se estremeció con la sublevación de Alejo Calatayud, cuyo trágico final —descuartizado junto a sus compañeros— se convertiría en un sombrío presagio de lo que aguardaba a futuros insurgentes.

El año 1780 marcó un punto de inflexión. Arequipa se levantó en una rebelión sin líderes visibles que terminó en una masacre.

En La Paz, por primera vez, se oyó el grito de “Muera el Rey de España” en pasquines que circulaban clandestinamente. Oruro siguió el ejemplo en 1781, con una rebelión encabezada por Jacinto Rodríguez de Herrera y el inolvidable Sebastián Pagador.

Pero no solo los criollos y mestizos alzaban su voz. Los pueblos indígenas, hartos de siglos de opresión, protagonizaron sus propias epopeyas de resistencia.

Entre 1722 y 1732, una ola de amotinamientos sacudió Azángaro, Carabaya, Cotambas y Castrovirreyna. Juan Santos Atahualpa soñó con refundar el imperio incaico en una lucha que se extendió por una década desde 1742.

El clímax de estas rebeliones indígenas llegó con José Gabriel Túpac Amaru en Cusco y Túpac Katari en La Paz.

Este último, junto a su esposa, Bartolina Sisa, mantuvo La Paz bajo asedio durante 109 días, un acto de resistencia que terminaría con su brutal ejecución, pero que dejaría una huella indeleble en la memoria colectiva.

Mientras tanto, el panorama internacional añadía leña al fuego de la inestabilidad colonial. En 1806 y 1807, los ingleses intentaron, sin éxito, tomar Buenos Aires.

En España, una crisis dinástica llevó a la abdicación de Carlos IV y al posterior cautiverio de Fernando VII a manos de Napoleón Bonaparte. El vacío de poder resultante desató una serie de intrigas y maniobras políticas que llegaron hasta las colonias americanas.

En este contexto turbulento, La Paz se preparaba para escribir su propio capítulo en la historia de la independencia americana.

La miseria generalizada, producto de sequías prolongadas y una explotación colonial cada vez más voraz, se combinaba con las noticias del colapso de la monarquía española para crear un caldo de cultivo perfecto para la revolución.

Así, cuando el 16 de julio de 1809 estalló la revolución paceña, no fue un evento aislado, sino la culminación de un largo proceso de resistencia y lucha.

Era el despertar de un pueblo que, luego de siglos de opresión y numerosos intentos fallidos, finalmente se levantaba para tomar las riendas de su destino.

La chispa que encendería la mecha de la independencia en el Alto Perú estaba a punto de prender, marcando el inicio de una nueva era en la historia de América.

AEP

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