En un contexto político marcado por la inminente campaña electoral y la presentación de propuestas de todo tipo, resulta alarmante escuchar a ciertos candidatos presidenciales plantear la privatización o, incluso, el cierre de empresas públicas estatales.
Esta retórica, que se disfraza de modernización y eficiencia, no es nueva, pero sí profundamente peligrosa. Resucita visiones neoliberales ya superadas por la historia y desconoce los logros económicos y sociales alcanzados por el modelo estatal boliviano en las últimas décadas.
Las empresas públicas no son un lastre financiero ni una distorsión del mercado, como sostienen algunos sectores ideológicamente comprometidos con la lógica del libre mercado irrestricto. Muy por el contrario, constituyen uno de los principales pilares económicos que ha permitido a Bolivia avanzar hacia una economía más soberana, inclusiva y con mayor justicia social.
Durante la gestión 2024, estas empresas generaron utilidades. Esta rentabilidad no solo se refleja en cifras macroeconómicas, sino que se traduce directamente en bienestar para la población. Gracias a estos ingresos, el Estado pudo financiar importantes programas sociales como el Bono Juancito Pinto y la Renta Dignidad, dos iniciativas que tienen un impacto directo en la niñez, la tercera edad y los sectores más vulnerables.
Además, las empresas estatales no solo producen riqueza, sino que también generan estabilidad. Mediante entidades como Emapa, EBA y Sedem, el Estado garantiza el abastecimiento de productos esenciales, regula precios para evitar la especulación y protege el bolsillo de las familias bolivianas. El caso de Emapa es especialmente ilustrativo: en 2024 alcanzó ventas récord superiores a los Bs 977 millones y expandió su red de puntos de venta de 20 a 100 sucursales en todo el país. Este crecimiento ha permitido mejorar el acceso a productos de la canasta básica, proteger al mercado interno y promover el consumo de alimentos bolivianos.
Estos logros forman parte de una visión estratégica: la industrialización con sustitución de importaciones. La construcción de nuevas plantas productivas es una apuesta por transformar nuestra matriz productiva, generar valor agregado en el país y reducir la dependencia de productos importados. Esta política, que abarca desde la producción de alimentos hasta la industrialización del litio, no sería posible sin la participación activa del Estado como motor de desarrollo.
Frente a esto, las propuestas de privatización resultan no solo anacrónicas, sino profundamente regresivas. Privatizar empresas públicas es entregar sectores estratégicos —como la alimentación, la energía, los recursos naturales— al interés de grandes corporaciones cuyo único fin es la maximización de utilidades. Es volver a una lógica en la que el Estado se reduce a mero espectador, mientras los beneficios económicos se concentran en pocas manos y los riesgos recaen sobre la población.
Este modelo ya fue probado en Bolivia en los años 90 bajo el eufemismo de “capitalización” y sus resultados están frescos en la memoria colectiva: aumento de la pobreza, desindustrialización, exclusión social y pérdida de soberanía económica. Reincidir en esa receta fracasada es no haber aprendido de la historia.
Además, desmontar el sistema de empresas estatales significa debilitar los mecanismos de redistribución de la riqueza y limitar las capacidades del Estado para generar empleos dignos y sostenibles, especialmente en regiones donde la inversión privada nunca ha llegado por considerarlas poco rentables.
Hoy, más que nunca, debemos reafirmar el valor de lo público. Defender las empresas estatales no es defender un aparato burocrático, sino defender una visión de país donde el desarrollo no se subordina a los intereses de unos pocos. Es defender la soberanía alimentaria, la producción nacional, la justicia social y la dignidad de los trabajadores.
Apostar por las empresas públicas es apostar por un modelo de desarrollo con rostro humano, con sentido de equidad y con un compromiso profundo con el bienestar colectivo. Y eso, en tiempos electorales y en cualquier otro momento, no debe perderse de vista.
Por: Jaime E. Buitrago Romero/