Celebraron como una hazaña la eliminación del cepo, pero no dijeron quienes pagarían la cuenta. Lo vendieron como una medida de racionalidad económica, de apertura al mundo, de libertad para todos. Pero la realidad golpea más fuerte que cualquier discurso: En Argentina, la liberación del mercado cambiario ya tiene consecuencias directas y dolorosas para la población.
Apenas se levantaron las restricciones, los supermercados ajustaron precios sin base real, solo por miedo o es- peculación. Algunos productos básicos subieron hasta un 9% en cuestión de días. ¿Y quién absorbe ese golpe? Las familias trabajadoras, los sectores populares, los que ya viven con lo justo. La supuesta estabilidad llegó con aumento de precios, no con alivio.
La población reaccionó con temor. Se multiplicaron las compras anticipadas, no por exceso de consumo, sino por precaución. El miedo a una nueva devaluación reactivó la especulación. En ese ambiente, la gente pierde poder adquisitivo sin haber cambiado nada en su vida, solo porque el sistema decidió moverse sin redes de contención.
El acceso al dólar quedó técnicamente liberado, pero solo para algunos. En la práctica, la gran mayoría sigue excluida de la posibilidad de ahorrar o protegerse frente a la inflación. La libertad cambiaria, como tantas otras, funciona como un espejo: Refleja privilegios para unos pocos, mientras otros ven cómo su salario se achica con cada ajuste.
El nuevo sistema de bandas cambiarias, entre 1.000 y 1.400 pesos por dólar, no garantiza estabilidad, sino mayor exposición. El tipo de cambio quedó sujeto a la volatilidad del mercado, y cualquier sobresalto externo puede trasladarse directamente a los precios internos. Una economía sin escudo, que descarga las consecuencias sobre quienes menos tienen.
Detrás de esta medida no hay solo una decisión técnica: Hay un modelo ideológico que cree que el mercado lo resuelve todo y que el Estado debe correrse incluso cuando la gente queda desprotegida. Pero esa idea, tan repetida por los economistas de manual, se estrella siempre contra la realidad latinoamericana, donde las brechas sociales son profundas y persistentes.
Y detrás de este experimento está el Fondo Monetario Internacional (FMI), con un paquete de USD 20.000 millones que no llega gratis. Las recetas del FMI ya han demostrado, en América Latina, que sus efectos suelen sentirse con más dureza entre los más vulnerables. Menos subsidios, menos inversión social, más ajustes. El resultado: Más desigualdad.
Muchos analistas y políticos, también en Bolivia, insisten en que el FMI es la solución. Ven sus desembolsos como una fuente mágica de credibilidad y dinero fresco. Pero la experiencia argentina demuestra que esa credibilidad se paga caro, y que el dinero fresco viene con condiciones que pueden empobrecer aún más a los que ya tienen poco.
Bolivia debe aprender de lo que ocurre al sur. La estabilidad no se construye con recetarios externos, ni con políticas que sacrifican a la población en nombre de una supuesta racionalidad. La solidez económica se edifica con soberanía, producción, inversión y cuidado a los sectores que más lo necesitan, no con medidas que favorecen a los mismos de siempre.
Las cifras podrán entusiasmar a los mercados, pero los pueblos no viven de proyecciones. Viven de precios justos, empleo digno, servicios accesibles y una moneda que no se derrumbe. Todo lo demás es relato. Y ya sabemos que el relato nunca alcanza para llenar una mesa vacía.
Por: Miguel Clares (Economista)