La historia política de Venezuela, particularmente durante la era de la Cuarta República, se presenta como un escenario marcado por la violencia, los enfrentamientos y la lucha despiadada por el poder. Este periodo, que abarca desde la figura de José Antonio Páez en 1830 hasta la llegada de Hugo Chávez en 1999, quien promovió la creación de la revolución bolivariana, llamada también Quinta República, refleja un ciclo interminable de represión y resistencia que ha definido la identidad nacional venezolana. En este contexto, la violencia no solo fue una herramienta de control, sino que se convirtió en una protagonista central de esta narrativa dolorosa.
Desde sus inicios, la era de la Cuarta República estuvo impregnada de autoritarismo. José Antonio Páez, considerado un héroe en tiempos de independencia, no tardó en mostrar su verdadera cara como dictador. Su régimen caudillista estableció un sistema político donde la militarización y la represión eran prácticas comunes, dejando poco espacio para la disidencia. La violencia se erigió como el sello distintivo del país; cualquier intento de oposición era sofocado con mano dura, generando un clima de terror que perduraría a lo largo de las décadas.
El periodo entre 1859 y 1863, marcado por la Guerra Federal, sirvió como un hito de la brutalidad en el país. Este conflicto no solo significó la lucha entre liberales y conservadores, sino una manifestación de la búsqueda de una Venezuela libre del autoritarismo que líderes como Páez habían consolidado. Miles de vidas perdidas en esta guerra son un recordatorio sombrío de cómo la ambición política puede llevar a una nación al abismo. La memoria colectiva se encuentra impregnada de estos ecos de sufrimiento, y la violencia se convirtió en un elemento casi natural de la política venezolana.
Tras la Guerra Federal, el país trató de encontrar un equilibrio entre los escombros de la guerra, pero la sombra de la violencia nunca se disipó del todo. Dictaduras sucesivas, como la de Antonio Guzmán Blanco, aunque en algunos casos promoviendo la modernización, no dudaron en utilizar la fuerza para mantener bajo control cualquier tipo de resistencia. Las violaciones de derechos humanos se convirtieron en la norma; el ejército, en lugar de proteger al pueblo, se transformó en su opresor, dejando un rastro innegable de dolor y desesperanza.
La década de 1930 trajo consigo un nuevo capítulo de represión con la dictadura de Juan Vicente Gómez, quien llevó la violencia a niveles sistemáticos. La tortura, el asesinato y la desaparición de opositores fueron prácticas comunes que cimentaron un Estado represivo. La normalización de la violencia como medio para mantener el poder dejó profundas cicatrices en la sociedad venezolana. La muerte de Gómez en 1935 no significó el fin de este ciclo de horror, sino que más bien avivó las llamas de los conflictos que se avecinaban.
Venezuela entró en una espiral de lucha social y política, donde las guerrillas empezaron a florecer como respuesta a un sistema que negaba los derechos más básicos a su ciudadanía. El pacto de Punto Fijo, que prometía estabilidad entre los partidos Acción Democrática y Copei en 1958, no logró mitigar las tensiones existentes. Al contrario, sembró semillas de descontento que germinaron en protestas y levantamientos. La represión de estas manifestaciones fue brutal; el ejército respondió con ferocidad, convirtiendo al país en un campo de batalla donde jóvenes ideaistas se enfrentaban a un sistema opresor decidido a aferrarse al poder a toda costa.
Bajo los gobiernos de Rómulo Betancourt, Raúl Leoni, Carlos Andrés Pérez, Rafael Caldera, Luis Herrera y Jaime Lusinchi, la violencia institucionalizada alcanzó su punto álgido. La creación de campos de concentración y la persecución de disidentes ideológicos son ejemplos escalofriantes de una época donde el miedo dominaba la vida cotidiana. La masacre de El Caracazo en 1989, en respuesta a las crecientes tensiones sociales y económicas, subrayó la brutalidad del Estado ante la voz de un pueblo cansado y desesperado. Miles de ciudadanos fueron asesinados mientras el gobierno, temeroso de la insurgencia popular, se mostraba implacable en su deseo de mantener el statu quo.
Sin embargo, la historia de violencia de la Cuarta República no cesó con la caída de estos regímenes. En los años 90, la figura de Hugo Chávez, con la rebelión del 4 de febrero, emergió como un líder que prometía un cambio tras años de decepción que evidenció que la lucha por el poder estaba lejos de ser pacífica. Así, la narrativa de resistencia y represión continuaba; un ciclo interminable que mantenía a Venezuela atrapada en un laberinto de sufrimiento.
La Cuarta República cerró su ciclo histórico en medio de esperanzas de cambio, pero dejó un legado sombrío. Las luchas de clases, las traiciones políticas y la corrupción han constituido un ecosistema donde la opresión y el sufrimiento son elementos centrales del relato colectivo. Las heridas abiertas por la guerra y el abuso permanecen como cicatrices visibles para un pueblo que, a pesar de haber sido silenciado, sigue clamando por justicia y equidad.
En conclusión, la historia de la Cuarta República en Venezuela ofrece una mirada profunda a cómo la violencia se convierte en un elemento constante en la vida política de un país. Desde José Antonio Páez hasta Carlos Andrés Pérez, cada figura relevante ha navegado por un mar de conflictos en el que la búsqueda del poder ha implicado la negación del otro. La lección que subyace tras esta narrativa trágica es que la violencia puede parecer, en ocasiones, inevitable, pero es también un recordatorio de la necesidad de construir un futuro donde la voz del pueblo sea escuchada y el sufrimiento no sea la única herencia que dejemos.
Por: William Gómez García (Venezolano, periodista)