—En la selva amazónica boliviana, la comunidad Tsimané despidió a sus muertos con rituales ancestrales, resistiendo el olvido. No eran solo cifras en una nota policial ni ocho víctimas, sino diez almas perdidas en una cruel tragedia. A través del poder de la memoria oral, cada una debía ser honrada y contada en su historia.
Mauricio Carrasco
Ajenos a la tragedia que los rodeaba, los niños Tsimané se divertían al atardecer nadando y jugando en un tranquilo meandro del río Maniqui.
Sus risas inocentes se mezclaban con el canto de las aves y sus voces llenaban de tristeza vaga y profunda a Turundí, su hogar, su pequeña comunidad que no figura en los mapas oficiales.
Turundí, asentada en lo profundo de la selva amazónica del departamento de Beni, en el norte de Bolivia, es apenas un remoto caserío cubierto de árboles y espesa vegetación que no tiene servicios básicos ni energía eléctrica.
Hace una década atrás, un grupo de familias del milenario pueblo fueron desplazadas por ganaderos y productores de coca aymaras y quechuas quienes tomaron por la fuerza sus territorios ancestrales de caza y pesca.
Estas familias, empujadas por la creciente amenaza, se establecieron en las nacientes de la cuenca del río Maniquí, ubicadas a 260 metros sobre el nivel del mar, al pie de la cordillera interandina.
Allí construyeron chozas utilizando cuatro troncos de chonta como pilares, un árbol apreciado por su resistencia y flexibilidad, y emplearon madera de achachairú para las paredes.
Para impermeabilizar los techos usaron hojas de jatata y motacú, que brindan una protección eficaz contra las lluvias.
A la remota comunidad, otras de la misma familia Tsimané que están dispersas a lo largo de al menos 20 kilómetros en los márgenes de la naciente cuenca llegaron perdiendo el aliento.
Aquella tarde de principios de julio de 2024, en medio de la espesura amazónica, cuando el sol comenzaba a descender, amigos y familiares de comunidades distantes deseaban estar presentes en un cabildo comunal en Turundí.
La reunión no era solo un simple encuentro, sino un acto de resistencia frente al olvido. A través de rituales funerarios simbólicos, la comunidad mantenía viva su tradición oral, honrando la memoria de sus seres queridos, aunque sus cuerpos no estuvieran presentes.
Las noticias viajaron por el río como los árboles caídos que arrastran la corriente. La tragedia había ocurrido aguas abajo, a 370 kilómetros de distancia, el 5 de junio, un mes antes.
En Santa Ana, un municipio ganadero y rural, ocho cuerpos de una familia Tsimané fueron arrojados a tres fosas comunes, sin nombres, apenas con unas cruces de madera enterradas en un promontorio de tierra, envueltos en hule, sin mortajas, como simples despojos.
Para el mundo que se dice civilizado, eran solo cifras en una nota policial.
Para el pueblo ancestral, sin embargo, fueron diez las almas perdidas, incluidas las de dos bebés aún por nacer. Sus madres también encontraron un trágico final, y a todos ellos se debía llorar con profundo dolor.
Mientras los niños se lanzaban a las tranquilas aguas celebrando el reencuentro con viejos conocidos, los jóvenes, adultos y ancianos escuchaban, al triste compás de una melodía de tiempos sin memoria, historias, recuerdos, detalles sobre cada uno de los difuntos para despedirlos, para unirlos a los espíritus de los antepasados en su misterioso viaje a lo desconocido.
Así, quedaban inmortalizados en la memoria colectiva a través de la tradición oral.
Cuando los sobrevivientes de la tragedia, Claudio Vie Pache y Alfredo Caiti, se preparaban cabizbajos a relatar lo ocurrido, y las mujeres servían en vasijas de coco la espesa y amarilla bebida fermentada de maíz, los cánticos cesaron y un profundo silencio envolvió el velorio comunal.
El murmullo del viento entre las hojas de los árboles fue lo único que rompió la quietud en el cabildo.
Claudio y Alfredo se miraron por un instante, como buscando en el otro la fuerza para empezar.
Luego, con voces apagadas por el cansancio y la pena, comenzaron a relatar.
Sus palabras avanzaban con pausas largas, pesadas, entrecortadas.
Todo empezó con la decisión de Nelson Vie Cuata.
Un kilo de sal
Nelson, con escasas piezas dentales, corregidor de Turundí, era un hombre maduro y sabio, con cabello cano y amplia sonrisa.
En este rincón de la Amazonía, donde el tiempo fluye al ritmo de la naturaleza, Nelson, líder de su comunidad, había programado el viaje comercial familiar a Santa Ana siguiendo las señales de la selva tropical.
En estas tierras, los calendarios convencionales carecen de sentido y son las estaciones las que dictan el paso del tiempo, marcando los ciclos de vida con la alternancia entre lluvias torrenciales y períodos secos.
Para él y su familia, la transición entre el lluvioso otoño y el seco invierno señalaba el momento perfecto para emprender el viaje.
La sabiduría ancestral de estas comunidades reconoce que el verdadero calendario está escrito en el vuelo de las aves, en el nivel de las aguas y en el comportamiento de las plantas.
Es un conocimiento profundo que les ha permitido sincronizar sus vidas con los ritmos de la naturaleza amazónica.
El propósito era vender la modesta cosecha que habían logrado reunir: arroz sin pelar, racimos de plátano para cocinar, maní, maíz, yuca, miel y las delicadas artesanías elaboradas por las mujeres de la comunidad, cuyas manos expertas transforman materiales de la selva en obras de arte.
Durante la travesía, enriquecerían su provisión con los codiciados huevos de tortuga y, si la fortuna los acompañaba, con las palometas, nombre local que reciben las temidas pirañas, consideradas un verdadero manjar en la región.
El viaje debía cambiar su suerte. 2024 había sido un mal año. La Amazonía boliviana, como la de Perú y Brasil, sufrió la peor sequía de los últimos 50 años afectando la producción agrícola y ganadera de la región y la vida de las comunidades indígenas, las más castigadas por el cambio climático.
En Turundí se presentaron brotes de epidemias, murieron miles de peces, en las playas había animales en descomposición, los niños enfermaron y las familias empezaron a marcharse de la comunidad.
La mayor tragedia, sin embargo, no tardó en llegar. Como presagio de un sino adverso, los Tsimané vieron los cielos azules y limpios transformarse en un manto gris y opresivo.
Era el humo de los incendios forestales, devorando los bosques y pastizales, cubriendo el sol del atardecer, ocultando en un velo las estrellas brillantes e infinitas y creando una densa capa de humo en los hermosos amaneceres.
La tragedia ambiental, el corregidor de Turundí no lo sabía entonces, llegó aquel mal año a reducir en cenizas 11 millones de hectáreas en Bolivia.
Pero en ese momento, Nelson enfrentaba una preocupación más urgente: la crítica escasez de productos básicos que afectaba tanto a su familia como a toda su pequeña comunidad.
Entre estas carencias, la más apremiante era la falta de sal, un elemento indispensable que, cuando lograban encontrarlo, debían adquirirlo a precios de oro.
La ausencia de ese producto amenazaba su capacidad para conservar alimentos.
Nelson emprendía una travesía ritual cada cierto tiempo junto a su hijo Claudio y su yerno Alfredo, ambos en sus veinte años, para conseguir ese mineral vital.
Los dos jóvenes cargaban un quintal de arroz cada uno sobre sus espaldas mientras atravesaban la espesa selva durante cuatro o cinco días, durmiendo en la copa de los árboles, evadiendo al tigre y al caimán, hasta alcanzar una hacienda vecina y además amiga.
Allí, intercambiaban sus dos quintales de arroz sin pelar por dos kilos de sal, para luego emprender el mismo recorrido de regreso a su comunidad.
La sal obtenida desempeñaba un papel fundamental, ya que permitía la preparación del charqui, una carne preservada mediante un proceso de salado y secado al aire libre y al sol.
Este método de conservación, transmitido a través de generaciones, les permitía mantener en buen estado la carne de sus cacerías y pescas durante extensos períodos, asegurando así el sustento de la comunidad cuando los recursos frescos escasean.
Desilusionado del injusto trueque, el sabio corregidor, sin perder el humor ni la esperanza, organizó el viaje a la pequeña ciudad, como lo mandan sus ancestrales costumbres, con toda la familia y sus tres mascotas, un loro, un mono y un perro.
En esta aventura, Nelson contaría con la compañía de un grupo familiar bien definido.
Como guías de la expedición irían al mando de los remos su hijo Claudio y su yerno Alfredo.
Entre los viajeros estaban Ana Pache, su esposa, y tres niños: su nieto de un año Yail Caiti Vie y sus sobrinas Dilsia y Aneida Vie Cari, de entre dos y diez años.
También los acompañaba su hija, Sonia Vie Pache, esposa de Alfredo, una joven de 15 años que llevaba en su vientre ocho meses de esperanza para la comunidad.
Completando la familia estaban su hermano menor Sandalio y su cuñada Erika Cari, embarazada de seis meses.
La composición del grupo reflejaba la estructura típica de una familia Tsimané donde cada miembro, sin importar su edad, cumplía un rol en la travesía.
El río Maniquí transcurre por el inagotable llano beniano. Foto ABI
Día uno
Al despuntar el alba, la familia del corregidor partía en completo silencio de la comunidad, en un viaje lleno de aventura y esperanza.
El peque peque, así le llaman a la canoa, fabricado a mano del imponente árbol de la castaña, era fuerte y resistente, con unos ocho metros de longitud y apenas unos centímetros más ancho que los hombros.
Sin un motor fuera de borda como apoyo, nunca pudieron comprar uno, la embarcación se convertía en su fiel compañera en las travesías por los caudalosos ríos amazónicos, cobrando vida propia.
Sus curvas suaves y toscas imitaban el movimiento de las serpientes que habitan en las aguas del río.
Al deslizarse sobre la superficie, parecía una extensión natural de Claudio y Alfredo, sus hábiles capitanes.
Uno lo guiaba desde la proa y el otro desde la popa, ya fuera con remos o con singas, largos palos de cinco o seis metros que les permitían impulsar la embarcación a través de la corriente sin perder el rumbo.
Para este pueblo ancestral, los árboles no solo brindan sombra para el descanso, madera para sus chozas y embarcaciones, sino que también escuchan las penas del alma.
Siguiendo las ancestrales tradiciones, antes de transformar en embarcación el viejo árbol derribado en una noche de tormenta, pidieron permiso a los espíritus de sus antepasados.
Este ritual sagrado era fundamental para honrar y respetar a los guardianes de la selva que velan por el equilibrio entre los hombres y la naturaleza.
Para los Tsimané, una de las 36 naciones indígenas oficialmente reconocidas por el Estado Plurinacional de Bolivia, como para otros pueblos indígenas amazónicos, los árboles son también el punto de partida de la vida misma.
Ellos tienen la tradición de enterrar la placenta del recién nacido al pie de uno de ellos que rodea la comunidad como una forma de honrar y agradecer el regalo de la nueva vida, rendir tributo a la la Madre Tierra con la esperanza de la buena fortuna, de la salud, de la fertilidad, de la abundancia.
Alfredo y Sonia ya habían elegido el lugar para enterrar la placenta del bebé, bajo las raíces protectoras de un joven árbol, perpetuando así el ciclo ancestral que vincula a los hijos de la selva con su tierra.
Pero para este pueblo amazónico, los árboles eran cada vez menos y las penas más.
Cuando el pequeño bote se alejó de la ribera de Turundí, sólo quedó en la orilla la figura solitaria de Juana, la fuerte anciana que asistía a las parturientas.
Aquella fresca mañana, Juana se levantó en silencio y salió de su choza de troncos y techo de hojas secas, que emergía en la selva como una extensión natural de ella. Desde la orilla, despidió con la mirada a los viajeros.
Sonia, su bisnieta, y Alfredo apenas alzaron la mano en señal de despedida.
Ella se quedaría esperando el regreso de la familia, bajo el sol abrasador, junto a los enfermos y los otros ancianos contando antiguas historias a los niños como se lo contó su padre y el padre de éste en una tradición oral que aún pervive.
Llevaba un siglo de tristeza. El cuerpo se le había encorvado, su larga cabellera blanca caía sobre sus empequeñecidos hombros.
No había aprendido a leer ni escribir en castellano, pero siempre que podía contaba con emoción en su viejo idioma una de sus leyendas favoritas.
Relataba la historia de un joven capitán de acento extraño que, apenas creado el mundo, cuando los hombres y mujeres aún andaban desnudos, llegó a la remota comunidad acompañado de sus soldados.
Buscaban, decía la anciana con una amplia sonrisa sin piezas dentales, una ciudad de oro, pero en su codicia encontraron la muerte durante una misteriosa enfermedad que brotó de un árbol.
Al lugar de la peste, imposible de identificar, lo llaman ahora “puro hueso”.
Nostalgia
Desde la aldea de Turundí, el único acceso al municipio de Santa Ana, ubicado en la provincia Yacuma del departamento de Beni, es por vía fluvial.
El viaje inicia navegando por el río Maniquí y, en el último tramo, continúa por el Rapulo, uno de sus cauces más tranquilos.
Con un pequeño motor fuera de borda y buen clima, la travesía dura aproximadamente dos días y medio de ida y tres días y medio de regreso.
A remos, como hacen algunas familias sin el preciado motor, el recorrido de 370 kilómetros a través de sinuosas curvas toma al menos cinco días a favor de la corriente y nueve para el retorno.
Nelsón y su familia siempre lograron vencer las aguas del bravo Maniquí, de ida y vuelta. Muchas de ellas, transportando a sus ancianos, otras, llevando a mujeres embarazadas.
Para muchas familias, estos viajes no solo son parte de su rutina para intercambiar productos, sino una necesidad.
A menudo, deben trasladarse a Santa Ana para acceder a beneficios como el subsidio estatal.
El Estado otorga un bono a los mayores de 65 años y otro a las mujeres en gestación para reducir la mortalidad materno infantil.
Los ancianos reciben 1.800 bolivianos al año —poco más de 250 dólares— mientras que las mujeres embarazadas reciben una suma equivalente, distribuida a lo largo de 33 meses, desde el inicio del embarazo hasta que el niño cumple dos años.
En Turundí, la vida ha permanecido inalterable durante siglos. Sus habitantes aún dependen de la caza y la pesca para sobrevivir, y el trueque sigue siendo una práctica cotidiana.
En un mundo como ese, 1.800 bolivianos es una ‘gran fortuna’.
Sin documentos de identidad ni certeza sobre su edad, muchos Tsimané quedan excluidos del sistema y jamás acceden a esa ‘gran fortuna’.
El aislamiento no solo les ha impedido acceder a derechos básicos, como la salud y la educación, sino que también ha dificultado la transmisión de su propio idioma y la posibilidad de aprender a leer y escribir en español, lo que dificulta su comprensión de la vida moderna.
La lengua Tsimané, debido a su largo aislamiento de otras comunidades, no está estrechamente relacionada con ninguna otra de la región amazónica.
Antes de establecerse en las riberas del río Maniquí, las familias Tsimané, que entonces habitaban cerca del Parque Nacional Isiboro Sécure, buscaron, en una amarga experiencia, educación a sus hijos.
Con este fin, los enviaron a comunidades vecinas de origen Mojeño-Trinitario y Yuracaré, donde existían pequeñas escuelas multigrado que ofrecían oportunidades de aprendizaje.
En medio de la selva, estas escuelitas reunían en una sola aula a alumnos de pueblos indígenas de primero a sexto de primaria.
Tenían pupitres, una buena pizarra y material de escritorio en buen estado, pero enfrentaban un obstáculo: los libros de enseñanza estaban escritos en aymara, una lengua propia de los Andes, hablada en Chile, Argentina, Bolivia, Perú y Ecuador.
El profesor no entendía ese idioma extraño, y los alumnos, que solo conocían la selva, no podían creer lo que veían en los dibujos: escenas de un mundo ajeno a su realidad, como el lago Titicaca, montañas cubiertas de nieve, el cóndor de los Andes, majestuoso señor de los cielos, llamas y alpacas.
La sequía en los ríos amazónicos de Bolivia fue el más grave del último medio siglo en 2024. Foto archivo ABI
La sequía
El río Maniquí nace en las estribaciones de los Andes, donde el agua brota helada y cristalina.
Desde sus humildes orígenes, crece hasta convertirse en un caudaloso afluente que moldea paisajes y sustenta la vida en su recorrido.
En sus primeros tramos, es escoltado por cerros bajos que lo acompañan en su descenso hacia la llanura.
Siglos atrás, este mismo cauce fue recorrido por expediciones españolas.
Uno de ellos ocurrió en 1616, durante los corretajes encomendados por la Corona a sus famosos tercios en su incansable búsqueda de El Dorado, la legendaria ciudad de incalculables riquezas.
Documentos del Consejo de Indias en Sevilla indican que aquella expedición contó con guías quechuas, descendientes de los incas, quienes conocían los caminos abiertos por sus ancestros a través de la selva, desde el norte del actual departamento de La Paz hasta el Gran Mojos, hoy territorio del Beni.
Para los conquistadores, el Maniquí era una ruta hacia la riqueza.
Para Nelson, que alguna vez escuchó esas historias de labios de su abuelo, el río era la arteria de su pueblo.
Ahora, con su cauce debilitado por la sequía, se había convertido en una trampa de fango y obstáculos.
Donde antes fluía una vía próspera, ahora el caudal menguante dejaba al descubierto troncos caídos, maleza y toneladas de barro y piedra, formando empalizadas naturales que impedían una navegación segura.
Apenas un año atrás, sus aguas desbordaron el llano beniano. Ahora, Claudio, Alfredo y Nelson tenían que bajar de la embarcación para empujarla, pues el río, turbio y amarillento, apenas les llegaba a las rodillas.
Pero el retroceso del Maniquí no solo alteró el paisaje. También trajo enfermedades.
La retirada de sus aguas dejó charcos estancados donde proliferaban bacterias y parásitos invisibles. Al beber de ellos, las comunidades enfermaban.
Fiebres acompañadas de vómitos y diarrea causaron algunas muertes en al menos una veintena de aldeas.
Sin pozos ni acceso a fuentes seguras, la gente siguió bebiendo el agua turbia, pues en el Maniquí nunca había sido costumbre hervir el líquido.
Las mujeres, ocupadas en el cuidado de los hijos y los chacos, apenas tenían tiempo para hacerlo.
Además, no contaban con recipientes adecuados para almacenarla. Los envases plásticos que usaban para recoger el agua se cubrían de un sarro amarillento y desprendían un olor a cañería oxidada, una señal inequívoca de la contaminación.
Por las noches, los ancianos hablaban del río con preocupación.
Entre su gente, el conocimiento se transmite como una revelación: “Cuando viene el sereno, se escucha en toda la comunidad el intenso croar de los sapos, y los sapos no croan en los ríos, sino en el agua estancada”.
Bajo el sol abrasador del mediodía, el pesado peque peque avanzaba con dificultad.
Las mujeres embarazadas y los niños sintieron el peso de la travesía y pidieron un descanso.
Nelson miró el río y luego a sus compañeros. Sabía que, aunque el agua aliviara momentáneamente el calor, beberla significaba arriesgar la vida.
Sin otra opción segura, decidió continuar el viaje hasta el ocaso de aquella primera jornada, cuando el calor cediera y pudieran encontrar un lugar donde acampar.
Pez en el agua
Nelson, Claudio y Alfredo eran expertos pescadores.
Conocían cada recodo del río y sabían cómo atrapar peces con redes, trampas, flechas y hasta con sus propias manos en intrépidas zambullidas.
Su destreza no era sólo resultado de la práctica, sino de un conocimiento ancestral. Sin embargo, el Maniquí, que siempre había sido generoso, ahora mostraba signos de decadencia.
Su caudal menguante les revelaba una imagen inquietante: en las lagunas y canales aislados que dejaba el retroceso del agua, los delfines de río —los bufeos— quedaban atrapados y morían lentamente.
El delfín de agua dulce no tiene depredadores naturales, aunque los ancianos de las comunidades decían que, en tiempos de sequía, cuando los ríos se volvían trampas de fango, los caimanes y hasta los jaguares podían atacarlos.
A pesar de su abundancia, las comunidades del Maniquí no los cazaban deliberadamente.
Se narraba que una vez salvó a una mujer que se ahogaba y que la empujó hasta la orilla.
Sin embargo, si alguno quedaba atrapado en las redes, su grasa era aprovechada como remedio para males respiratorios.
Desde tiempos inmemoriales, los habitantes del Maniquí habían vivido en armonía con el río.
Su supervivencia dependía exclusivamente de él y de lo que les proveía.
El Maniquí, que discurre íntegramente por las llanuras del Beni, forma parte de la vasta cuenca del Amazonas, una de las redes hidrográficas más grandes y biodiversas del mundo.
Para sus pobladores, el río es un ser con voluntad propia, cuyo flujo determina la existencia de hombres y animales.
Entre sus guardianes, el jaguar —al que llaman tigre— ocupa un lugar supremo.
No es un enemigo ni una presa, sino el silencioso dueño de la selva. Así como el río daba y quitaba la vida, el tigre se imponía en el monte.
Para las comunidades indígenas, el tigre es el dueño del río y la selva, de los monos, el taitetú y el tapir, y el guardián de los árboles.
Nelson, a la luz de una hoguera aquella primera noche, recordaba las historias de su abuelo sobre el respeto que los pueblos de la zona le guardaban a la temible fiera.
Mientras acampaban junto al río, el aroma de los pescados frescos puestos a las brasas se mezclaba con el humo del fuego.
En la espesura, un rugido lejano rompió el silencio.
Claudio avivó las llamas mientras su padre narraba en idioma Tsimané la vieja leyenda que solía escuchar de niño: el tigre no era un simple animal, sino un hombre poderoso que podía transformarse a su voluntad.
Quienes le temían decían que castigaba a las malas personas, pero quienes lo comprendían sabían que también protegía.
Claudio permaneció de pie, con la mirada fija en la otra orilla, donde la espesura del monte se fundía con la oscuridad.
Invisible, con su mirada de fuego, el tigre estaba ahí, observando.
El puente Rapulo, sobre el río del mismo nombre. La marca a la derecha indica el lugar donde la familia Tsimané se quedaba durante su viaje a Santa Ana. Foto compartida en redes sociales.
5 de junio
El viaje llegó a su fin aquella tarde del 5 de junio de 2024. Era miércoles, un día cualquiera, pero para ellos marcaba el cierre de una travesía.
La familia había remontado sin contratiempos el río Maniquí desde las estribaciones andinas.
En los últimos 15 kilómetros, navegaron por el manso y estrecho río Rapulo, hasta llegar al puente que lleva el mismo nombre.
Allí se acomodaron bajo su sombra, un lugar fresco y seguro, a solo tres kilómetros del hermoso pueblo de Santa Ana.
El canto de los pájaros se desvanecía, y en la espesa selva tropical, el croar de las ranas, el chirrido de los grillos, el estridente ruido de las cigarras y el rugir de los motores sobre la plataforma llenaban el aire.
El día se desvanecía lentamente y la noche tomaba su lugar.
Y no había tiempo que perder. Descendieron rápidamente, acomodaron a las mujeres embarazadas y a los niños sobre una vieja manta, y descargaron los productos. Separaron lo necesario y sacaron del agua el peque peque.
Nelson ordenó a Claudio y Alfredo llevar al pueblo dos quintales de arroz, los pescados frescos del día y los huevos de tortuga, con la esperanza de obtener algunas monedas para comprar la cena de la ciudad.
Tenían planeado permanecer allí, bajo la estructura del puente, durante cuatro o cinco días, hasta que terminaran la venta.
Los dos jóvenes ascendieron por un sendero empinado, cuyos bordes estaban cubiertos de hierba espesa.
Al llegar al puente, cruzaron rápidamente, y luego se adentraron en el polvoriento camino que serpenteaba hacia el poblado.
La estructura del puente de 121 metros de longitud bajo el río. Foto Alcaldía de Santa Ana
La tragedia
La fatalidad de aquel día llegó a las 19:40, apenas un cuarto de hora después de la partida de los dos jóvenes.
Enrique Mole Suárez, un hombre de mediana edad, se había detenido en medio del puente Rapulo con su motocicleta.
Desde allí, contemplaba el ocaso amazónico, un espectáculo de colores que teñía el horizonte.
Decidió inmortalizar el momento y sacó de su bolsillo su teléfono para grabar un video.
Mientras enfocaba, un camión de alto tonelaje F12 avanzaba lentamente a su lado, proveniente de la ruta de Trinidad y con destino a Santa Ana.
Cuando el vehículo quedó a unos tres metros de distancia, un estruendo rompió la quietud del atardecer.
La estructura del puente se quebró abruptamente en su punto medio.
Todo sucedió en un instante.
Antes de comprender lo que ocurría, Enrique sintió cómo el suelo desaparecía bajo él y caía al vacío junto con su motocicleta.
El impacto generó una gran ola en la superficie del río. Enrique quedó sumergido, sintiendo la presión del agua sobre su cuerpo.
Luchó por ascender, pero la corriente lo mantenía atrapado. Fueron minutos de angustia hasta que, con un esfuerzo desesperado, logró salir a la superficie y respirar de nuevo.
Mientras tanto, Ronald Gutiérrez, el conductor del camión, apenas tuvo tiempo de reaccionar. Al llegar a la mitad del puente, vio cómo uno de los cables tensores se soltaba y, en un segundo, toda la estructura colapsó bajo el peso del vehículo.
La cabina se precipitó al agua, atrapándolo en su interior.
Desesperado, sintió que el aire se le acababa. Luchó contra la corriente y el peso del camión, intentando salir una y otra vez.
En su cuarto intento, ya casi sin fuerzas, logró deslizarse por la ventana del acompañante y emergió a la superficie.
La corriente lo arrastró río abajo hasta que, finalmente, pudo ser rescatado con graves lesiones.
Sus dos ayudantes, que viajaban en la parte trasera, lograron escapar a tiempo. Atónitos y temblorosos, contemplaron la escena con el alivio de haber salido ilesos.
Ocho “chimanés”
La noticia del colapso no tardó en llegar a Santa Ana.
En cuestión de minutos, brigadas de rescate partieron apresuradas hacia el puente, seguidas por una multitud de pobladores que querían entender qué había sucedido.
Entre ellos estaban Claudio y Alfredo.
Los jóvenes escucharon los rumores y corrieron junto al resto del pueblo.
Al llegar, quedaron paralizados.
El puente, que menos de 30 minutos antes habían cruzado sin preocupación, yacía destrozado sobre el río.
Miraban los escombros sin comprender, con la respiración entrecortada.
Entonces, con un suave hilo de voz, dieron la alerta que lo cambiaría todo: su familia estaba debajo de la estructura.
A las 22:00, llegaron al lugar funcionarios públicos con equipos especializados y potentes motores para iluminar la escena del desastre.
La tarea que les aguardaba era titánica: remover cientos de toneladas de concreto y acero retorcido, una labor que exigía el uso de taladros industriales para desmantelar lo que quedaba de la estructura colapsada.
El puente, inaugurado en 2010 con un costo de 1,4 millones de dólares, había sido descrito por el entonces presidente Evo Morales como “el mejor puente del Beni”.
Ahora, sus 121 metros de longitud habían quedado reducidos a escombros y se había convertido en una trampa mortal para “ocho chimanés”.
Conforme avanzaba la madrugada del jueves 6 de junio, tras diez horas de incesante esfuerzo, los rescatistas lograron recuperar los primeros tres cuerpos.
Un par de horas después, hallaron tres más y al día siguiente los otros dos.
La escena era sobrecogedora: restos humanos irreconocibles, huesos molidos, cuerpos destrozados y desmembrados entre los fierros retorcidos y el lodo del río.
El dolor se hacía insoportable. Rescatistas y pobladores observaban desde una distancia prudente mientras el personal forense intentaba identificar y separar los restos.
La tragedia había convertido a Santa Ana de Yacuma, la ‘Capital Ganadera de Bolivia’, en el centro de una noticia que conmocionó al país y trascendió fronteras.
Bolsas como mortaja
En los momentos más críticos de Covid-19, entre junio, julio y agosto de 2020, con una crisis política y social, y un gobierno cuestionado, los muertos se contaban por cientos a la semana en Bolivia, los cementerios colapsaron y se multiplicaron las informaciones acerca de fosas comunes.
“El gobierno de Jeanine Añez enfrentó la crisis sanitaria de forma caótica y el aumento de muertes que siguió fue uno de los peores del mundo”, denunció en su momento el influyente The New York Times.
En Santa Ana, como en muchas poblaciones amazónicas, la crisis sanitaria obligó a las autoridades a improvisar soluciones ante el desbordamiento de los cementerios.
La falta de espacio y el temor a protestas vecinales llevaron a la habilitación de un terreno a las afueras de la ciudad, donde la vegetación fue arrasada con maquinaria pesada para dar paso al llamado “cementerio Covid-19 de Santa Ana”.
Allí, sin consultar a Claudio, Alfredo ni a las federaciones de pueblos indígenas de la provincia Yacuma, las autoridades municipales dispusieron el entierro de los ocho cuerpos Tsimané.
Tras los informes forenses, los cadáveres fueron mezclados y envueltos en tres lonas plásticas para ser arrojados a fosas comunes.
La despedida fue anónima, breve y desoladora. Menos de una decena de personas, entre amigos y familiares, acompañaron el entierro.
Mientras algunos lloraban en silencio, Claudio y Alfredo entonaron una melodía en su idioma, un último tributo a sus seres queridos.
Un puñado de sepultureros, contratados por una modesta paga, cavaron las fosas con pico y pala bajo el sol abrasador, con temperaturas que superaban los 35 grados.
Uno de ellos, en silencio, trabajó junto a su hermana menor.
Con esfuerzo, cubrieron los cuerpos con tierra, formando tres montículos de un metro de altura.
Sobre cada uno, sin misa ni ceremonias, clavaron cruces de madera, intentando dar a las sepulturas una apariencia de orden y respeto, aunque la tragedia resultaba imposible de ocultar.
Claudio se arrodilló frente a los montículos de tierra recién removida, con la mirada clavada en la madera áspera de las cruces.
Sus dedos temblorosos trazaron en la tierra los nombres que nunca fueron escritos.
A su lado, Alfredo se llevó la mano al pecho, justo donde colgaba el collar de semillas que su abuela le había dado cuando era niño.
Sonia, su esposa, alguna vez había bromeado sobre su apego a ese amuleto, diciendo que algún día tendría que regalarle uno igual a sus hijos.
Tres promontorios en el cementerio Covid-19 de Santa Ana marcan las tumbas de ocho personas del pueblo Tsimané. Foto: redes sociales
Silencio
En Santa Ana, nadie sabía con certeza qué había sucedido con los restos de la familia Tsimané.
La incertidumbre se extendió hasta la llegada del párroco de la ciudad, Germán Sosa, procedente de Trinidad.
Alarmado por la falta de información, el sacerdote pidió a su equipo de prensa que realizara averiguaciones.
La confirmación llegó cuando entrevistaron al encargado del cementerio, quien admitió que los fallecidos habían sido sepultados en el camposanto habilitado durante la pandemia.
Al acudir al lugar, constataron la realidad: los cuerpos fueron divididos en tres fosas.
En la primera fosa, los tres primeros; en la segunda, otros tres; y en la última, los dos restantes, siguiendo el mismo orden en que fueron rescatados.
La indignación creció aún más. Ni siquiera en los momentos más críticos del Covid-19 se había visto un trato tan indigno hacia los fallecidos.
En medio del colapso sanitario, cuando los cementerios estaban desbordados y se improvisaban entierros de emergencia, las familias aún tenían la oportunidad de despedirse de sus seres queridos, aunque fuera en condiciones precarias.
Esta vez, en cambio, los cuerpos fueron dispuestos sin consulta ni aviso, envueltos en plástico, sin oficio religioso ni oraciones, como si su identidad no importara.
Para muchos, no se trataba sólo de una negligencia, sino de una muestra de desprecio hacia las víctimas por su origen indígena.
La noticia recorrió rápidamente la ciudad, las comunidades y los pueblos cercanos.
Familias, líderes indígenas y defensores de derechos humanos comenzaron a preguntar cómo y por qué habían sido sepultados de esa manera. No hubo explicaciones claras.
Las autoridades municipales argumentaron que se trató de un procedimiento de emergencia. Sin embargo, para los deudos y quienes conocían la historia de la familia Tsimané, no era más que un acto de abandono e indiferencia.
Medios nacionales e internacionales denunciaban el "desprecio" con el que se había tratado a los fallecidos, enterrándolos en fosas comunes únicamente por ser pobres e indígenas.
El entierro, realizado sin ataúdes, con los cuerpos envueltos en bolsas plásticas tal como fueron rescatados y dispuestos en fosas comunes, fue calificado por los habitantes de Santa Ana como un acto “doloroso y discriminatorio”.
Mientras la indignación crecía dentro y fuera del país, las autoridades municipales, departamentales y nacionales se enfrascaban en disputas, tratando de eludir responsabilidades por el colapso del puente Rapulo.
Entre tanto, el Comando Departamental de la Policía informaba que el caso había sido registrado como delito de homicidio culposo.
La dolorosa despedida
Tras una semana de indignación y reproche, la tarde del viernes 14 de junio se llevó a cabo un acto de reparación hacia las víctimas de la tragedia.
Los ocho cuerpos, diez para los Tsimané, fueron exhumados del improvisado cementerio Covid-19 y trasladados en féretros blancos, en un silencioso cortejo, hasta el camposanto municipal.
Allí, un pequeño mausoleo, construido especialmente para ellos, esperaba a recibir los restos de las víctimas.
Ocho nichos, fríos y solitarios, fueron preparados para brindarles un descanso digno.
La construcción de este mausoleo fue una respuesta a la indignación pública y a la presión de las autoridades departamentales y nacionales.
Un equipo forense, compuesto por una docena de profesionales, se encargó de exhumar los cuerpos con el debido respeto y cuidado y depositarlos en féretros blancos.
Al día siguiente, bajo el cálido sol amazónico, familiares y amigos se reunieron para despedir a sus seres queridos en una emotiva ceremonia de dolor y resignación, depositando sus cuerpos en los nichos preparados.
El rito funerario combinó tradiciones católicas con costumbres ancestrales de los Tsimané, incluyendo cantos fúnebres en su lengua originaria y oraciones.
Claudio Vie Pache y Alfredo Caiti, visiblemente afectados, participaron en el sencillo oficio religioso al pie del mausoleo, despidiendo a sus familiares.
Para ellos, la muerte no marcaba un final absoluto, sino una transición hacia otra forma de existencia.
Hablar de los difuntos y compartir sus historias los mantenía vivos en el recuerdo de quienes los conocieron.
Ese día, en silencio y con pesar, los dos jóvenes experimentaron el rito funerario de manera solitaria, lejos de la multitud que habría estado presente en Turundí, su comunidad.
Ambos rezaron y entonaron melodías tristes, aunque no pudieron seguir algunas de sus costumbres habituales como lavar los cuerpos o colocar objetos cercanos a los difuntos dentro de los ataúdes blancos.
Alfredo quería dejar su preciado collar de semillas, dividiéndolo entre los ataúdes de su esposa y el bebé en su vientre y el hijo de ambos, de apenas un año.
A petición suya, Germán Sosa, párroco de Santa Ana, ofició ese mismo día sencillos actos religiosos junto a los nichos, roció agua bendita en el cementerio Covid, donde antes estuvieron los cuerpos, y también en el lugar de la tragedia.
Ocho féretros blancos listos para el traslado de los Tsimané al cementerio general. Foto: Fiscalía de Beni.
Cabildo
Con el entierro en el cementerio general, Claudio Vie Pache y Alfredo Caiti completaron el último tramo de su relato.
Durante el cabildo funerario, ante todo su pueblo, alternaron la narración de la travesía que los llevó desde Turundí hasta Santa Ana, un viaje que había comenzado con esperanza y terminó en tragedia.
La comunidad los escuchó en silencio, interrumpiendo los cánticos mientras las mujeres servían la bebida fermentada de maíz.
Al filo de la medianoche, la aldea quedó en penumbras.
Ya no se oían las risas de los niños en el río ni apenas el murmullo de las conversaciones.
Sólo el crepitar de las brasas encendidas acompañaba a los dolientes.
Claudio y Alfredo, aún estremecidos por el recuerdo, sintieron el peso del duelo en sus cuerpos agotados.
A través de sus palabras, la tragedia fue sellada en la memoria del pueblo y quedó inmortalizada en la tradición oral.
Cada detalle de lo vivido, cada nombre pronunciado, pasaría de generación en generación como tejido de la historia de la comunidad.
Entonces, Juana se puso de pie.
No necesitaba permiso para hacerlo.
Había sido ella quien, desde la orilla, despidió en silencio a los viajeros cuando iniciaron el camino hacia Santa Ana, sin saber que era una despedida eterna.
Ahora, con la voz firme y la autoridad que le otorgaba el dolor compartido, habló a nombre de todos los presentes.
—Los diez cuerpos —no ocho, sino los diez— deben volver a la comunidad, dijo con firmeza, clavando la mirada en Claudio y Alfredo.
Todos asintieron en silencio, algunas mujeres secándose las lágrimas.
La anciana tomó nuevamente aire y se armó de valor.
—Sus nombres no se olvidarán en Turundí. Si los dejamos en Santa Ana, será como si nunca hubieran existido, no descansarán en paz en ese lugar, no así. Nosotros decidimos dónde deben estar, no ellos.
Nadie puso en duda las palabras de la sabia Juana.
Nombró en su ancestral lengua a los bebés que Sonia y Erika llevaban en sus vientres, porque también eran parte de ellos, porque su ausencia pesaba igual en el alma del pueblo.
En ese momento, el duelo dejó de ser solo pesar y se convirtió en un deber colectivo: los fallecidos debían regresar a la tierra que los vio nacer, un lugar digno para su descanso, donde sus nombres perdurarían en la memoria de todos a través del regalo de la palabra hablada, esa ofrenda que se transmite de generación en generación.
Entonces, por un momento, el silencio se hizo aún más profundo.
Las lágrimas dejaron de brotar y, poco a poco, volvieron los cánticos tristes, alzándose en la noche amazónica de Turundí.
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