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Marco Antonio Santivañez

Jaime Dunn: el candidato de la negligencia que culpa a todos, menos a sí mismo

Hay personas que no admiten nunca un error. Personas que tropiezan una y otra vez con la misma piedra, y cuando caen, acusan al suelo por estar demasiado duro. Jaime Dunn es una de ellas.

El ahora inhabilitado candidato presidencial, analista financiero de micrófono fácil y cálculo electoral torpe, ha querido convertir un error propio, evitable y previsible, en un escándalo mediático de “persecución política”. Nada más distante de la realidad.

Dunn fue inhabilitado porque no presentó un requisito elemental, básico, de manual electoral: la solvencia fiscal.

El punto número 4 de los 11 requisitos exigidos por el Tribunal Supremo Electoral lo dice con claridad meridiana: ningún candidato puede tener deudas con el Estado, procesos coactivos pendientes o pliegos de cargo ejecutoriados.

Y él los tenía. No uno ni dos. Varios. Incluso la Alcaldía de El Alto remitió 14 requerimientos de pago y otros cinco procesos con sentencia improbada. ¿Y qué hizo Dunn? Nada. Esperó.

Jaime Dunn, que se llenó la boca hablando de institucionalidad y transparencia, creyó que esos procesos podían desaparecer por arte de magia, o peor aún, que sus socios políticos le iban a “arreglar los papeles”.

Apostó al caos, al desorden, al atajo. Pensó que podía presentar la candidatura “sobre la hora” y que el TSE iba a hacerse el distraído. Apostó mal.

Como muchos bolivianos, dejó el trámite para el final. Como cuando uno olvida hacer la revisión técnica vehicular y se queja de la cola. Como cuando dejamos pasar el plazo para el pago de impuestos y luego protestamos porque nos cobran multa. Como cuando no estudiamos para el examen y le echamos la culpa al profesor. Jaime Dunn es el rostro elegante y tecnocrático de esa cultura nacional del “uhhh, todavía hay tiempo”.

Pero lo que lo hace más preocupante no es su desorganización, sino su actitud patológica de negación de la culpa. Su reacción inmediata no fue reconocer el descuido, ni asumir la omisión. Fue victimizarse.

Acusó al TSE, a la Contraloría, a la burocracia, a la Alcaldía de El Alto, al mensajero, a los astros. A todos menos a sí mismo. Y esa es una característica de una personalidad que no asume responsabilidad por sus actos: todo error es externo, ajeno, impuesto.

Este tipo de conducta tiene nombre: TRASTORNO DE EXTERNALIZACIÓN DE LA CULPA, un rasgo que, aunque no es patológico en sí mismo, sí es profundamente tóxico en figuras de liderazgo. Porque si no puedes asumir tus propios errores en campaña, ¿cómo vas a gobernar un país donde todo el día se toman decisiones difíciles?

Para rematar su desliz, Dunn montó un show mediático, cargado de dramatismo. Dijo que lo querían eliminar, que lo estaban persiguiendo, que el sistema le tenía miedo, que sabían que el sería el ganador. Se comparó con los grandes proscritos de la política. Pero la verdad es que él no cumplió con su trámite. Rodríguez Folster, otro inhabilitado por la misma razón, guardó silencio, se fue a su casa. Dunn, en cambio, quiso incendiar la pradera para ocultar su propia ceniza.

Quiso ser el candidato de la “nueva generación”, de la tecnocracia responsable, del país moderno. Pero terminó siendo el reflejo del político improvisado, del que espera que otros hagan su tarea, del que nunca tiene la culpa. Su candidatura no cayó por conspiración. Cayó por negligencia, por soberbia, por desorganización. Pero él no lo verá así. Porque para Dunn, el error siempre será del otro.

Este episodio debería dejarnos una lección: no basta con hablar bonito ni con dar entrevistas cargadas de frases rimbombantes. Hay que cumplir los requisitos. Hay que ser serio. Hay que llegar a tiempo. No se puede gobernar un país si ni siquiera se puede cumplir un trámite.

Hoy Jaime Dunn queda fuera de la carrera presidencial no por víctima, sino por autor de su propio fracaso. Y en lugar de aceptar su responsabilidad, prefiere posar como mártir. Es triste, pero también revelador. En la vida, no hay lugar para los que se lavan las manos cuando la culpa es suya.

Y así como se frustró su inscripción, también se frustró la esperanza de quienes creyeron en su propuesta. Queda claro que el problema no fue el sistema, sino quien creyó que el sistema debía girar a su antojo. Y decantó a muchas personas, tal vez el 2% del electorado.

Porque si un aspirante a presidente no puede ni presentar sus papeles en orden, ¿cómo va a ordenar un país?

Hasta la vista Dunn.

Por: Marco Antonio Santivañez/

Periodista


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