Desde las tumbas de los héroes de la independencia hasta los modernos nichos de cristal, el camposanto refleja la evolución de la sociedad boliviana y sus cambiantes actitudes hacia la muerte y la memoria.
Mauricio Carrasco
El Libertador Simón Bolívar se despide del Gran Mariscal de Ayacucho, Antonio José de Sucre, le encomienda el destino de Bolivia y parte de Chuquisaca con su ejército rumbo al Perú.
En su marcha a con su comitiva visita poblaciones de Potosí, Cochabamba, Oruro y La Paz.
En todas ellas, como lo refleja el primer periódico de la República, el Cóndor de Bolivia, Bolívar “fue obsequiado con la elegancia y esmero propio de un pueblo entusiasta por el héroe a quien debe su libertad y de quien espera grandes beneficios”.
El 16 de enero de 1826, a su paso por Misque, antes de llegar a Cochabamba, fue informado que en aquella municipalidad las autoridades ejercían funciones nacionales como las judiciales.
Molesto, el general dispuso, inmediatamente, que la comuna se limitase solo a ejercer las funciones que le son propias de su responsabilidad, como el cuidado del ornato público y el control de la Policía.
Bolívar aprovechó la oportunidad para remediar algo que le había fastidiado desde que cruzó la frontera para sentar soberanía en el Alto Perú y ordenó que en todo el territorio de la República se construyesen cementerios para evitar los malos olores y el contagio de enfermedades.
El Libertador consideraba que las enfermedades que se sufrían en los pueblos de Cochabamba tenían su origen “en el abuso vergonzoso e interesado de enterrar los cadáveres dentro de las poblaciones urbanas”.
“Y para evitar en lo sucesivo el origen de aquellas calamidades y dolencias, Su Excelencia ha prevenido al cumplimiento recto que trazan las leyes municipales y ha ordenado que se construyesen cementerios en todas las poblaciones”, reseñaba el Cóndor de Bolivia en abril de 1826.
Hasta entonces, para algunos ciudadanos aquel mandato se hallaba en contradicción de sus propios intereses porque los entierros se hacían en predios urbanos o bajo el suelo de las iglesias.
Los curas, que ganaban tristes monedas con los entierros, promovieron la idea de que solo el difunto sepultado en las iglesias podría gozar de la presencia de Dios.
Pero Sucre, que llevó adelante una reforma eclesiástica por la cual redujo el poder económico y político de la Iglesia Católica, publicó en el Cóndor, en abril de 1826, una severa advertencia a los curas que intentasen desafiar lo ordenado por Simón Bolívar.
“...Y para los curas que permitan entierros en las iglesias, el Gobierno de Bolivia ha informado que el Gran Mariscal de Ayacucho, Antonio José de Sucre, no hará contemplaciones y que ha exigido que las cosas marchen en orden y que las leyes tengan puntual y exacto cumplimiento”.
PATRIMONIO Y OLVIDO
A partir de entonces se dispusieron cementerios “más allá de lugares exclusivos” y lentamente nacieron en el transcurso del tiempo pequeñas “ciudadelas funerarias” que, nuevamente, contradiciendo los deseos de Bolívar, se ubicaron en las zonas urbanas de las ciudades pero que con el tiempo se convirtieron en patrimonios culturales.
El “último umbral”, como define el arqueólogo mexicano Francisco Fuentes a los cementerios en Iberoamérica, es hoy una historia tangible de gran potencial turístico y cultural.
El patrimonio mortuorio en Bolivia, de gran riqueza artística, de diversidad y pluralismo cultural, precisa, sin embargo, de legislación, catalogación y protección urgente, según expertos en el tema.
“Hágase tu Voluntad”, dice la inscripción de bienvenida en la portada del Cementerio General de Cochabamba.
Desde los balcones de su capilla restaurada se puede observar a sus primeros habitantes en cuyos nombres olvidados figuran el de su propio fundador, de los presidentes militares Gualberto Villarroel y René Barrientos o de los “lanceros” anónimos de Esteban Arce.
Contra el olvido, sin embargo, los “niños guías” del Cementerio de la Capital de la República son la fuente viva de esa gran arquitectura funeraria.
No por nada recuerdan siempre a los turistas nacionales o extranjeros en sus visitas guiadas, parafraseando a lo escrito en la tumba del expresidente de Bolivia, Hilarión Daza, que “la muerte no es nada y el olvido es todo”.
LA PAZ
Lo mismo ocurre en el Cementerio General de La Paz, donde los algunos “aguateros” están a cargo de visitas guiadas.
Capacitados para ello, los niños poseen una amplia información acerca de cada parada como el “Mausoleo de los Héroes del Pacífico, la escultura Cristo Indio, el Mausoleo de Notables, la escultura ecléctica del Mausoleo Federico Zuazo, la escultura neogótica en el Mausoleo Pérez Velasco, las obras artísticas Doliente, La Dolorosa, Madre e hija, Sagrado Corazón de Jesús y, entre otras, Soldado explorador”.
Pero a pesar de tantas bellas esculturas, el cementerio lucha contra el olvido, el deterioro y su propia muerte.
Y es que un alto porcentaje de esculturas y mausoleos del Cementerio General de La Paz se encuentra en franco deterioro. Entre los daños se confirmó la mutilación, sobre todo de manos, a varias esculturas y se nota un evidente deterioro en los materiales.
La Ley de Administración, Fiscalización y Control Gubernamentales prohíbe una intervención del municipio por tratarse de bienes y espacios privados.
DOS MILLONES
El Cementerio General se yergue como un silencioso testigo de la historia del país en medio de la caótica y bulliciosa ciudad de La Paz.
Fundado el 24 de enero de 1831, durante la presidencia del Mariscal Andrés de Santa Cruz, este campo santo ha sido el último refugio de dos millones de paceños a lo largo de casi dos siglos.
La creación del cementerio no fue un hecho aislado, sino parte de una visión más amplia de modernización y salud pública del presidente Sucre en un intento por acabar con la insalubre práctica de enterrar a los muertos en las iglesias.
Ubicado en el tradicional barrio de Las Panaderas del siglo XIX, el Cementerio General se extiende sobre 40 hectáreas de terreno.
Con el tiempo, la gigante ciudadela funeraria se ha convertido en un verdadero laberinto de lápidas, mausoleos y monumentos que albergan los restos de más de dos millones de personas.
Entre sus estrechas calles y sus frondosos árboles, descansan los restos de presidentes, artistas, escritores, deportistas y militares que forjaron la historia de Bolivia.
Este lugar es mucho más que un simple cementerio. Es un libro abierto de la historia boliviana, donde cada tumba cuenta una historia y cada monumento rinde homenaje a un capítulo del pasado.
Un recorrido por el Cementerio General es un viaje a través del tiempo. Desde las tumbas de los héroes de la independencia hasta los modernos nichos de cristal, el cementerio refleja la evolución de la sociedad boliviana y sus cambiantes actitudes hacia la muerte y la memoria.
El reconocimiento del Cementerio General como patrimonio cultural de La Paz honra su importancia histórica y garantiza su preservación para las generaciones futuras.
Cada tumba, cada inscripción, es un fragmento de la historia colectiva de Bolivia.
A pesar de su naturaleza solemne, el Cementerio General es un lugar sorprendentemente vivo. Familias enteras acuden regularmente a visitar a sus seres queridos, manteniendo vigente la fragancia de una tradición que se remonta a la fundación misma de la República.
El camposanto, con sus millones de historias silenciosas, es un testimonio perdurable de la rica y compleja historia de Bolivia, un lugar donde el pasado y el presente se encuentran en un diálogo eterno.
Y mientras el sol se pone sobre La Paz, proyectando largas sombras entre las miles y miles de tumbas, el peso de la historia se esconde también entre sus 40 hectáreas.
AEP/Mac