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El derecho de pernada

El “derecho a la primera noche” era un presunto privilegio ejercido por el patrón sobre las jóvenes indígenas, hijas de familias sometidas a un régimen patriarcal y colonial.

En el siglo XX, varios autores nacionales y latinoamericanos recrearon la realidad social de las comunidades indígenas, incluyendo el tema de las violaciones a las hijas de los peones, siervos o pongos; la corrupción y autoritarismo de los curas; los abusos de los hacendados crueles y déspotas, que usaban su influencia en el poder judicial, político y económico para sojuzgar a quienes consideraban seres inferiores por su condición de raza y de clase.

El gamonalismo fue un sistema de carácter feudal, que admitía la subordinación de los indígenas en las haciendas, caracterizado por su productividad y rentabilidad, la explotación de su fuerza de trabajo y su exclusión de las instancias de decisión en la sociedad dominada por criollos y mestizos. Los terratenientes y gamonales hacían todo el esfuerzo por arrebatarles sus tierras y reducirlos a la condición de peones, siervos o pongos. Además, los hacendados propagaban la tesis de la inferioridad racial del indígena, a quien consideraban un elemento perjudicial para el desarrollo de la civilización humana, debido a la ignorancia, analfabetismo, consumo de alcohol y coca.

La práctica más habitual del “derecho de pernada” era la ejercida por el patrón sobre las jóvenes indígenas, hijas de familias sometidas a un régimen patriarcal y colonial. El “derecho a la primera noche” era un presunto privilegio que se les otorgaba a los patrones, quienes tenían la potestad de mantener relaciones sexuales con las indígenas que tenían planificado contraer matrimonio con alguien de la hacienda.

En América Latina se usaba habitualmente la expresión “derecho de pernada” para designar diversas prácticas históricas de abuso sexual, mantenidas al amparo de las tradiciones y relaciones sociales diferentes entre patrones y pongos. El patrón, sujeto a los viejos cánones de la sociedad feudal, ostentaba el privilegio de ser el primero en iniciar sexualmente a las doncellas. Estas prácticas, que confirmaban la prevalencia del hombre sobre la mujer, eran normalmente toleradas por los miembros de la colectividad, aun cuando no hayan tenido la categoría de derecho jurídico consagrado por ley.

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 En Bolivia, los gamonales y terratenientes, sujetos al “derecho de pernada”, cometían una serie de agravios, entre los que figuraban los abusos sexuales a las hijas de los indígenas que vivían y trabajaban en las haciendas. De modo que la costumbre de que el patrón desflore a las jóvenes indígenas, antes de que estas contrajeran matrimonio, era un hecho común hasta la primera mitad del siglo XX. 

 En la novela Raza de bronce, de Alcides Arguedas, se narra el abuso sexual de las indias aymaras por parte de los patrones, capataces y mayordomos de la hacienda. Esto ocurre con la pastora Wata-Wara, quien es violada por el mayordomo Troche, pero también por Pantoja y Ocampo, quienes la acosan y conducen hacia una cueva donde, según la creencia de los indígenas, moraba el diablo. Ella se defiende con uñas y dientes, pero la violación es consumada. Wata-Wara es asesinada por quienes salen de la cueva limpiándose la sangre del cuerpo y de las ropas; una tragedia que, sin embargo, no queda impune y despierta la rebelión de los indígenas, que no pierden la ilusión de reemplazar el sistema de explotación colonial por un modelo social más justo e igualitario.

La novela refiere que la muchedumbre indígena, que antes estaba resignada, sufrida y vencida, remonta en cólera, destruyendo, incendiando casas y dando muerte a los responsables del asesinato de Wata-Wara. El autor deja constancia de que la “raza de bronce” –por el color de su piel y por su temple endurecido por tanto resistir– se subleva contra los abusos de sus verdugos, que durante siglos los mantuvo bajo un régimen de opresión despiadada y un patriarcado que permitió el abuso sexual de los patrones a las indígenas indefensas y sometidas al permanente acoso de quienes creían tener el “derecho de pernada” tanto dentro como fuera de la hacienda. 

Algunos autores, tanto del Perú como del Ecuador, afirman que los curas, como los hacendados, gamonales o patrones, tuvieron también “derecho” a ejercer diversas prácticas históricas de servidumbre sexual y abusos contra las mujeres en condición de dependencia u obediencia, entre las que estaban las indígenas, campesinas, inquilinas, sirvientas y otras.

En Bolivia se registró la práctica del “derecho de pernada” por parte de los curas durante la Colonia y la República, desde que en América, tras la conquista europea iniciada en 1492, se impuso el “patriarcado occidental” en sus colonias. Estas prácticas confirmaban la prevalencia del varón sobre la mujer y la servidumbre sexual que tenía lugar en la casa parroquial, incluso con el beneplácito de las autoridades públicas, y ante la impotencia y pasividad de padres, esposos y hermanos. Alojaban a las novias indígenas durante algunas noches bajo el eufemismo de que debían ser “iniciadas en los misterios de la religión”.

La familia indígena, contra su voluntad, enviaba a la casa parroquial a la hija deseada por el cura, para que este pudiera hacer uso sexual de ella durante un periodo. Esta realidad, entendida como una suerte de “derecho” consuetudinario informal, se encubría con apariencias que parecían normales, como eso de recibir a la joven en la casa parroquial, donde realizaba trabajos no remunerados, en calidad de sirvienta o fiel sierva de Dios.

La novela Yanakuna, de Jesús Lara, aparte de reflejar la problemática social del indígena boliviano, plantea el tema del “derecho de pernada”. Una de las principales protagonistas de la obra, Wayra, es una niña rebelde que, tras la muerte de su padre y mientras trabaja como sirvienta, no solo sufre el maltrato de parte de sus patrones, sino que, además, es violada por el hijo de estos; el mismo que, aprovechándose de su condición de párroco, abusa de las jóvenes indígenas.

Wayra queda embarazada y, a pesar del aborto que quieren provocarle los patrones, tiene a su hija Sisa, la misma que sufre también abuso sexual de parte del patrón de la hacienda. Los indígenas, en un acto de venganza y rebelión, lo capturan y lo queman vivo; un acto en el que participa Wayra como autora intelectual y material del homicidio.

La novela Yanakuna, por citar una de las tantas obras indigenistas del autor cochabambino, es un eco de protesta y una apología de las aspiraciones de los indígenas interesados en liberarse de la opresión de los patrones, que discriminan a las “mitanis”, mujeres que trabajan como sirvientas en la casa de los patrones, y a los “yanaconas”, hombres que trabajan en condiciones de esclavitud en las haciendas, donde se refleja la realidad del feudalismo agrario boliviano, hasta la promulgación del Decreto Supremo de la Reforma Agraria, firmado el 3 de agosto de 1953, que no solo acaba con el patrimonio territorial de los patrones, devolviéndoles la tierra a quienes la trabajan, sino también con la explotación del indígena y los abusos sexuales que los patrones ejercen contra las jóvenes indígenas.

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Aunque se consideraba que el abuso sexual era un hecho social, no existían leyes oficiales que castigaran al patrón que sometía a sus bajos instintos a las hijas de los peones, siervos o pongos; más todavía, el “derecho de pernada” reflejaba la dominación de una clase privilegiada contra las clases desposeídas y una mentalidad patriarcal que consideraba a las mujeres como ciudadanas sometidas a la voluntad y el poder del hombre.

El “derecho de pernada”, como en las sociedades feudales europeas, fue un “derecho” que se atribuían los patrones de las haciendas, como cuando entraban la primera noche al lecho de la joven indígena para arrebatarle su virginidad; una potestad que representaba el absoluto abuso de autoridad de los patrones contra las mujeres en condición de dependencia física, moral y material.

La práctica habitual del “derecho de pernada”, ejercida durante la Colonia y la República por los gamonales, terratenientes o patrones contra las jóvenes indígenas, hijas de familias sometidas a diversas formas de servidumbre y violencia sexual, formaba parte de una sociedad en la que las relaciones sociales desiguales entre patrones e indígenas estaba determinada por un sistema patriarcal, que permitía que los patrones gocen de una condición de supremacía, ante todo, sobre la mujer indígena, la cual se encontraba en una situación de discriminación y sujeción en todos los contextos de la vida social, económica y cultural. 


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