Empezó su lucha por la sobrevivencia, forjándose con un carácter más temible y de defensa ante los peligros que ponían en riesgo su existencia en un medio donde la jauría de perros callejeros forma parte del ornamento de una población donde los vientos azotan la cordillera.
La Paz, 04 de septiembre de 2023 (AEP).- Los trabajadores de la Empresa Minera Catavi, perteneciente a la Corporación Minera de Bolivia (Comibol), contaban que su anterior dueño lo dejó a su suerte, en la intemperie, el día que se marchó con rumbo desconocido, luego de cargar sus muebles en la carrocería de un camión. El perro corrió detrás de la movilidad, intentando seguir el trayecto de sus dueños, pero ellos, insensibles ante la desesperación del perro, lo dejaron atrás, cada vez más atrás, hasta que el perro se detuvo desventurado, jadeante y echando lágrimas de impotencia.
Así empezó su lucha por la sobrevivencia, forjándose con un carácter más temible y de defensa ante los peligros que ponían en riesgo su existencia en un medio donde la jauría de perros callejeros forma parte del ornamento de una población donde los vientos azotan la cordillera, silbando como la sirena del Teatro Simón I. Patiño, y los remolinos de polvo corren como entre las dunas del desierto.
Se lo veía merodeando por las inmediaciones del Archivo, antigua Casa Gerencia (casa patrimonial) y futuro Museo Histórico Minero de Catavi, hasta el día en que, atraído por la comida que le ofrecía una de las trabajadoras, entró en los locales del Archivo; estaba más delgado que el perro Galgo de Don Quijote, como si fuese un cuadrúpedo hecho de pura piel y huesos; el frío resplandor de sus ojos reflejaba la tristeza de su alma y llevaba el pelaje apelmazado por la mugre; alrededor del cuello y en la punta de la cola su pelo era cerdoso, grueso y duro, como si nunca lo hubiesen lavado ni tusado desde el día de su nacimiento.
Tiempo después, acaso sin saberlo ni quererlo, los trabajadores del Archivo se acostumbraron a su presencia y se ganó el cariño de todos. De modo que no quedó otra alternativa que adoptarlo, sin trámites, papeleos ni intermediarios, como a la mascota más querida por el personal del Archivo. Se le rebautizó con el nombre de ‘Bandido’; digo que se le “rebautizó”, porque de seguro tuvo otros nombres y sobrenombres antes de ser abandonado como perro sin dueño. Se le vacunó contra la rabia y se le desparasitó interna y externamente antes de que ocupara su privilegiado lugar en la ex Casa Gerencia.
A partir de entonces, el perro empezó a formar parte del Archivo y dejó de vagar por las calles buscando qué comer en los basurales, reponiéndose del abandono, los peligros de la intemperie y las heridas que le dejaban sus peleas con otros canes callejeros que se disputaban a la perra en celo y los restos de la comida que alguien arrojaba en la calle o dejaba en la acera de su casa. Nadie reclamó por él, ni siquiera quienes lo tuvieron cuando era cachorro, peor aún los miembros de la familia donde creció y vivió durante mucho tiempo; eso sí, no dentro de la vivienda, como cualquier animal de compañía, sino en un patio con montículos de piedras apiladas por doquier.
Aunque soportaba sonidos estridentes, tenía fobia a los fuegos artificiales que los niños y vecinos lanzaban en los días festivos. Él enloquecía y, disparado como una jabalina, se metía en el cuarto, empujando la puerta con todo el furor de sus fuerzas, y buscaba refugio entre mis brazos, jadeante y temblando de miedo, como si huyese del mismísimo infierno, en busca de las caricias y palabras de sosiego de alguien que lo cobijara como a un niño que necesitaba toda la protección del mundo.
Otra cosa que no soportaba era el humo del cigarrillo, probablemente debido a que su anterior propietario, a modo de divertirse y probar la reacción del perro, le echaba bocanadas de humo cuando aún era cachorro, hasta el extremo de haberle causado un trauma que lo espantaba apenas alguien encendía un cigarrillo ante su vigilante y aterrada mirada. El individuo insensato que le causó ese trauma no comprendía la lógica de que un humano que no es capaz de amar a un perro es incapaz de amar a su prójimo.
Al cabo de unos meses, con una ración de comida controlada, se puso fuerte, armonioso y rebosante de desbordante vitalidad. Era un perro de raza mestiza, inteligente y de buena alzada, dueño de un ladrido potente y grave, cariñoso y manso con los conocidos, pero receloso y feroz con los desconocidos, a quienes los consideraba invasores de los territorios de su dominio.
Durante los días de trabajo, mientras el personal estaba dedicado a clasificar los papales pertenecientes a la empresa de la Patiño Mines y la Comibol, el Bandido se sentaba entre los estantes, escritorios, sillas, mesas y las puertas de acceso a las dependencias del Archivo, presto a defender su lugar de guardián con la mirada temible y los colmillos afilados.
De lunes a viernes, desde tempranas horas de la mañana y hasta muy entrada la tarde, él prefería estar junto a los trabajadores, quienes siempre lo recibían con palabras de gran afecto. Él se tiraba de panza sobre el machihembrado, con las patas dobladas debajo del hocico, y retozaba con un ojo cerrado y mirándolos con el otro ojo más abierto que de costumbre.
Si bien es cierto que era un perro faldero, no es menos cierto que era también un perro guardián. Cuando los desconocidos se acercaban a husmear los documentos, libros, objetos museísticos y otras curiosidades que atesora el Archivo, asumía una conducta parecida a la de Cancerbero, el can guardián de las puertas del infierno, aunque el Bandido no tenía tres cabezas ni echaba llamas por las fauces.
Se plantaba en la puerta enrejada con barrotes de hierro y, en su condición de cumplido y severo guardián, no dejaba que nadie ingresara sin el permiso de la responsable del Archivo o de alguno de los trabajadores, quienes lo retenían del pescuezo antes de que se lanzara sobre la humanidad de los desconocidos que, por lo general, eran personas que asistían al Archivo para buscar documentos de investigación o para solicitar los expedientes de algún pariente que trabajó en la poderosa Empresa Minera Catavi.
En cierta ocasión, cuando retorné de un largo viaje que realicé a la ciudad de La Paz, lo encontré subido de peso; es más, de no haberme recibido en la puerta, con el mismo entusiasmo y regocijo que demostraba alzándose sobre sus patas traseras y agitando su cola de un lado a otro, no lo hubiera reconocido. Parecía una maleta desplazándose sobre cuatro patas.
Cuando pregunté a qué se debía su problema de obesidad, se me contestó que podía deberse al hecho de haber sido castrado o porque ya no correteaba como antes, calle abajo y calle arriba, comandando a una jauría de perros hambrientos. Yo, por el contrario, pensé que se debía al tipo de alimentación que se le dio y a su sedentarismo desde el día en que entró en la ex Casa Gerencia, pues llevaba un ritmo de vida parecido a la de un burócrata, quien se pasa la vida sentado sobre su gordo trasero y detrás de un escritorio.
Estaba realmente obeso. Sus movimientos ya no eran igual de ágiles ni su aspecto era la de un perro de atractiva presencia. No en vano algunos empleados de la gerencia, al verlo gordito como un chanchito, le pusieron el apelativo de ‘Morcilla’ o ‘Salchicha’; por lo tanto, había que tomar medidas drásticas para revertir su situación, pasando de una alimentación carnívora a una dieta rica en cereales y otros productos favorables para su salud, conscientes de que tenía que bajar de peso, sí o sí.
Al cabo de un tiempo, con una dieta adecuada y estricta, volvió a recuperar su peso normal y volvió a ser la mascota de antes, con las mismas facultades que tenía los primeros meses que empezó a vivir en la ex Casa Gerencia. Su blanquecino pelaje tenía manchas negras en su hermosa cabeza y su fornido cuerpo; encima de sus ojos, de pupilas brillosas y mirada melancólica, presentaba puntitos amarillos similares a las cejas; tenía los músculos potentes, el oído fino y el olfato desarrollado; poseía una excelente visión crepuscular, un sistema cardiovascular que le funcionaba casi a la perfección y unas patas flexibles que le permitían desplazarse velozmente hacia delante, saltando con la misma gracia y rapidez de un felino. Cabe añadir que, como todo can en condiciones óptimas, correteaba en el jardín haciendo cabriolas y perseguía a los ratones, gatos y pájaros, hasta quedar exhausto y despatarrado.
Si algo de malo tenía era su abundante pelaje, que provocaba rabietas de nunca acabar, pues no era casual que las almohadas y el edredón de la cama estuviesen casi como el piso de una peluquería. Quitar sus pelos de las frazadas y las ropas era un trabajito que tomaba más tiempo de lo debido y no había cómo deshacerse de ellos de una vez y para siempre. Pero el amor por este amigo peludo era tan grande que no quedaba más remedio que aceptarlo con pelos y todo.
El cariño que le tenía era tan grande que, casi siempre, cuando protagonizaba un desmán, apenas le pegaba un grito de reprobación y le echaba del cuarto, hasta que se me pasaba la rabia y todo volvía a la calma. Entonces volvíamos a ser amigos y nos reconciliábamos en un abrazo. Él se sentaba delante de mí y me miraba como disculpándose por su metida de pata.
Se tiraba en el piso de espaldas, batía la cola y levantaba las patas como un niño juguetón que necesitaba de la atención de sus padres adoptivos. Si yo engolaba la voz y le decía: “mi hijito”, “mi changuito”, él se ponía con las orejas de punta. Y cual padre tolerante, le soportaba todas sus travesuras, incluso sus caprichos y desobediencias, como cuando se comía mis charques, empanadas y carnes frías que, por algún descuido, los dejaba a alcance de sus ojos y su fino olfato. No me disgustaba ni cuando rompía mis medias, tiraba mis calzados por los aires y arrastraba mi abrigo por los suelos.
Le acariciaba la cabeza y el cogote a modo de demostrarle mi cariño. Él me lamía las manos y se me arrimaba frotando su cabeza contra mi muslo, como si me agradeciera por las caricias que le brindaba cada vez que estaba de buen humor y con ganas de jugar con la pelota de goma o con algún pedazo de tela que él perseguía dando brincos en el aire, ansioso por morder la tela y quitármela de las manos. Así pasábamos un buen rato, divirtiéndonos como dos amigos de aventuras, hasta que quedábamos completamente agotados y sin más ganas que descansar para reponer las energías perdidas.
Qué perro más maravilloso era el Bandido —’Bandidito’, para quien escribe estas líneas—, porque lo consideraba no solo una mascota, en quien descargaba todo mi cariño, sino como un hijo que me llenaba los vacíos emocionales. Todos en el Archivo sabían que el perrito pasó a formar parte de mi vida, como un hijo al que le concedía todos sus deseos, incluso el capricho de dormir en la cama, tendido de extremo a extremo, ocupando demasiado espacio, y roncando como una locomotora a vapor.
Cierto día, algún ser insensato y bellaco, que lo odiaba de manera enfermiza y que no formaba parte del personal del Archivo, se encargó de envenenarlo. Nunca se identificó al malhechor, salvo que el alimento, que contenía una buena dosis de veneno, se filtró en la ex Casa Gerencia en algún instante en que nadie advirtió las oscuras intenciones del autor del biocidio. Desde aquella vez, tras la ingesta de la sustancia tóxica, el perro comenzó a tener un comportamiento extraño, a mostrar síntomas de un malestar generalizado. Se negó a comer incluso los manjares que eran de su preferencia y empezó a dar vueltas como si quisiera morderse la cola, como si sintiera un dolor indecible en la cabeza y los órganos interiores, como si padeciera de alguna enfermedad neurológica o cardiovascular.
Ahora que escribo esta crónica, prefiero no recordar los últimos días de su vida, porque me dio tanto coraje el saber que alguien cometió la estupidez de ensañarse con el perro y envenenarlo. Me resigné a perderlo poco a poco, como cuando se consume el fuego de una vela, hasta que llegó el día en que se decidió darle una muerte digna e indolora, suministrándole una inyección con efecto letal, porque era una mascota querida, un perro que nos arrancó lágrimas en el instante de exhalar su último aliento. Así fue. ¡Murió intoxicado, carajo! Su partida no fue dolorosa para él, pero sí una escena fatal para quienes le habíamos tomado excesivo cariño por su fidelidad y su encantadora presencia. Ese fue el Bandidito, “mi hijito”, ese maravilloso can, que fungió como noble animal de compañía y celoso guardián del Archivo Histórico Minero de Catavi.