Martín Chambi, destacado fotógrafo peruano, captura este pasatiempo en una de sus obras más icónicas. Mientras, escritores latinoamericanos como Isabel Allende incorporaron relatos sobre este pasatiempo en sus obras, en las que resaltaron la riqueza cultural y el encanto de esta tradición popular.
La Paz, 22 de abril de 2024 (AEP). – No hace mucho, en el soleado patio de una chichería, cuyos molles desparramaban sombras bajo sus frondosas ramas, vi a un grupo de parroquianos que, refregándose las manos con una porción de yeso, ponían a prueba su aguzada vista, buen pulso, serenidad y destreza en el lanzamiento de los tejos de plomo, que debían ser introducidos en los orificios de la mesa del juego del sapo, sin más intención que ganar la partida en medio de miradas expectantes y comentarios a media voz.
El sapo es generalmente de bronce.
El célebre fotógrafo del juego
El juego del sapo, por tratarse de un pasatiempo popular en América Latina, ha sido captado por varios fotógrafos, pero el que mejor lo retrató fue Martín Chambi, nacido en Coaza, provincia de Carabaya, al norte del lago Titicaca. Él aprendió a revelar el alma del pueblo andino con un talento natural, porque fusionaba su oficio de fotógrafo con su afición de pintor. De niño conoció la desgracia familiar y se vio obligado a abandonar sus estudios. Cuando tenía 14 años de edad descubrió la magia de la cámara fotográfica, que poseían los empleados de la compañía minera en los yacimientos auríferos de Carabaya, donde trabajó su padre hasta el día de su muerte.
Tres años más tarde, ya viviendo en Arequipa, se presentó para colaborar como asistente en el importante estudio fotográfico de Max T. Vargas, ubicado en el portal de Flores de la Plaza de Armas. Abrazaba el sueño de convertirse un buen día en el primer fotógrafo de sangre indígena. No pasó mucho tiempo, y el jovenzuelo Martín Chambi, capaz de captar con la mirada lo que otros no podían ver como si estuviesen velados por el resplandor de luz solar, empezó a destacar como un profesional que, a fuerza de empeño y capacidad creativa, aprendió el arte de conjugar la sombra y la luz en la caja de su cámara fotográfica, donde las personas y los paisajes reflejaban una escena cotidiana, un ambiente de época y una tradición cultural.
No cabe duda de que el célebre Martín Chambi, que realizó fotografías de estudio y otras a campo abierto, fue uno de los principales pioneros de la fotografía de retrato y de algunas fotografías más artísticas y experimentales, como Chicha y sapo (1931), que realizó en tres versiones y como parte integrante de las costumbres cusqueñas, donde retrató a un grupo de personas en el patio de una chichería que contaba con una mesa del juego del sapo arrimada contra el muro de la vivienda.
Los detalles de la fotografía
Está claro que en esta imagen no existen trucos y, apenas la miramos en detalle o en perspectiva panorámica, nos creemos a pies puntillas lo que vemos en la fotografía. Da la sensación de que la cámara hizo “clic” en un instante de ensueño y que la escena quedó fijada en el dispositivo, lista para ser revelada en la cámara oscura. Se trata de una magnífica fotografía que deja ver en varios planos a un grupo de personas que, ataviadas a la usanza de los años 30 de la centuria pasada, lucen gorros con visera y sombreros de ala ancha, hombres que visten trajes oscuros y grises, y mujeres que llevan vestidos largos, blusas con cuellos brocados y mandiles blancos.
El patio, de piso empedrado y desnivelado, no tiene más ornamentos que unos árboles frutales al costado izquierdo, plantas trepadoras y tinajas de chicha al costado derecho. Todo lo demás corresponde a un espacio típico de una chichería pueblerina donde los visitantes comparten momentos de esparcimiento, entretanto los parroquianos, que consumen vasos llenos del brebaje hecho con jugo de maíz fermentado, se sientan sobre rocas y troncos que más parecen asientos improvisados.
Se puede ver que, mientras un niño recoge los tejos que cayeron en el suelo, las mujeres y los hombres observan atentos al jugador de turno, quien toma posición a una distancia reglamentaria, con la vista clavada en la boca del sapo, los pies afirmados en el suelo, el cuerpo ligeramente inclinado hacia adelante, el brazo extendido y el tejo entre los dedos. Todo parece indicar que el jugador, luego de lograr la máxima concentración y exhalar todo el aire del pecho, está dispuesto a lanzar el tejo con una precisión milimétrica, como si su existencia estuviera en juego entre la vida y la muerte.
Las fotografías de Martín Chambi, exhibidas en las galerías más importantes del mundo, han impactado a los visitantes y han merecido los mejores comentarios de la crítica especializada, ya que este eximio exponente del arte visual ha elevado la fotografía a un nivel de estudio sociológico y testimonio antropológico, consciente de que su oficio era algo más que un modo de ganarse la vida. Sabía que una imagen ‘estática’, compuesta con una temática costumbrista y una calidad estética, tenía el poder de impresionarnos mucho más que un documental cinematográfico, sobre todo, cuando los sujetos y objetos retratados correspondían a un contexto que le era familiar al fotógrafo, como esos seres y paisajes propios de la cultura quechua. No es casual que él mismo, al referirse a sus imágenes pintadas con los ojos y pinceladas con el corazón, manifestó con orgullo: “Soy un representativo de mi raza; mi gente habla a través de mis fotografías”.
La leyenda de la Boca del Sapo
Mirando esta fotografía es casi imposible no pensar en la Boca del Sapo, ubicada en el calvario del santuario de Copacabana, a orillas del lago Titicaca, donde la gente acude en los días festivos para pedirle al sapo petrificado que les haga un milagro. De acuerdo con los rituales ancestrales, los creyentes, en acto de fe y compromiso, le lanzan bebidas espirituosas como una forma de ofrenda. Si la botella se rompe en la boca del sapo, es señal de que los sueños se harán realidad.
La leyenda cuenta que en el sagrado lago de los incas se desarrollaba un misterioso juego cuyo personaje central era el milagroso jamphatu. Se dice que en cierta ocasión, cuando el animal, nadando entre juncos y rocas, salió a la superficie para tomar aire, fue petrificado en la orilla por los rayos del Tata Inti. Desde entonces, la familia real, dirigida por el inca, llevaba piezas de oro al lago, con la esperanza de llamar la atención del jamphatu, animal al cual se le atribuían poderes mágicos. El sapo cogía en su boca una pieza de oro y, al instante, al afortunado lanzador se le concedía su deseo.
Para homenajear al milagroso batracio, que convertía los deseos en realidades, el inca mandó construir un jamphatu de oro, con el objetivo de convertirlo en un juego de suspenso y destreza que le permitiera divertirse y echar la suerte con los miembros de su corte, en tanto las mujeres y los hombres de su reino acompañaban el pujllay jamphatu con cantos, danzas y mucha alegría.
Con el transcurso de los años, el sapo petrificado a orillas del lago Titicaca, más conocido como la Boca del Sapo por su formación parecida a la cabeza del anfibio, se convirtió en un sitio espiritual y de peregrinaje, donde los creyentes le ch’allan arrojándole serpentinas, mixturas, coca, cigarrillos y aguardiente, como a toda deidad andina a la que se le rinde culto y pleitesía, ofrendándole comidas y bebidas, con la esperanza de que el sapo les conceda sus deseos de salud y prosperidad.
En la actualidad, la leyenda se materializó convirtiéndose en uno de los juegos bolivianos más populares: el sapo. Un juego que se practica en pueblos y ciudades, en hogares privados y locales públicos, pero casi siempre en las chicherías que ofertan bebidas espirituosas, platillos típicos de la casa y, por la mañana y a manera de matahambre, un q’allu de tomates, cebollas, locotos, sal, pimienta y un chorro de aceite.
Sapo con una ficha metálica en la boca.
Las reglas del juego
Para instalar el juego del sapo es necesario contar con un espacio llano de unos 8 m de largo por 3 m de ancho, dentro del cual se coloca la mesa y los tejos, que tienen un diámetro y un peso reglamentarios. La distancia de tiro es de 3,80 m desde la raya de tiro hasta el centro de la mesa, que tiene forma cuadrada de 50 x 50 cm de lado y una altura de 80 cm.
El juego consiste en lanzar los tejos de plomo, con puntería y precisión, hacia la mesa metálica, que posee diferentes orificios, puentes y molinetes. Los puntajes están marcados en el cajón donde caen los tejos. En el centro de la mesa está el sapo fundido en bronce, sentado sobre sus patas, la cabeza levantada, la boca abierta y el cuello hueco para engullirse los tejos como si fuesen los insectos de un huerto. Mide 12 cm de alto, 14 cm de largo y 10 cm de ancho. Su boca abierta tiene 6 cm de ancho por 3 cm de alto.
Juego del sapo.
Cada uno de los jugadores, llegado su turno, se pone de pie y toma su posición detrás de la línea reglamentaria; separa las piernas para afirmar el equilibrio del cuerpo, como si quisiera sacudirse los resabios del alcohol; inclina ligeramente el dorso, acaricia por unos segundos el tejo que tiene entre el índice y el pulgar, apunta la mirada en dirección a la boca del sapo y detiene de golpe la respiración, antes de dibujar en el aire una parábola perfecta con el pequeño disco metálico. En un cerrar de ojos, el tejo impacta contra la mesa metálica, produciendo un golpeteo que suena “¡tan, tan, tan!”, y si este entra en la boca del sapo, por tiro fijo o por chiripas, los jugadores, entre una salva de aplausos, silbidos y voces de jolgorio, celebran la hazaña con un solo grito: “¡Tuti!”.
El sapo en la dimensión artística
El juego del sapo, debido a su popularidad en varias culturas, está presente en las manifestaciones artísticas de oriente y occidente. Ocupa su merecido espacio en fotografías, películas, pinturas, cerámicas, canciones y, como es natural, en todos los géneros de la literatura. Por ejemplo, Isabel Allende, en el cuento Boca de sapo, que forma parte de su libro Cuentos de Eva Luna, nos refiere la historia de la hermosa Hermelinda, quien se ganaba el pan del día con este juego de fantasía en una pampa árida, habitada por hombres rudos que trabajaban en una compañía ganadera y que ocupaban las barracas de un campamento “vigilado por los guardias de la gerencia, atormentados por el frío y sin tomar una sopa casera durante meses”.
Hermelinda era una hembra acostumbrada a festejar con los peones ingleses, que no dudaban en pagarle por probar el almíbar de su cuerpo ni en hacerla partícipe en sus juegos de dados y naipes, hasta que después de unas cuantas rondas de licor, que ella misma destilaba en su casa para acumular un pequeño capital, se enfrentaban en el juego del sapo. El ganador recibía el premio de pasar un buen rato con esta mujer de memorable trasero y capaz de torcer la dirección del viento.
Isabel Allende relata, con desparpajo y brillante prosa, en qué consistía el perverso juego del sapo: “Hermelinda dibujaba una raya de tiza en el suelo y a cuatro pasos de distancia trazaba un amplio círculo, dentro del cual se recostaba, con las rodillas abiertas y sus piernas doradas a la luz de las lámparas de aguardiente. Aparecía entonces el oscuro centro de su cuerpo, abierto como una fruta, como una alegre boca de sapo, mientras el aire del cuarto se volvía denso y caliente. Los jugadores se colocaban detrás de la marca de tiza y lanzaban buscando el blanco. Algunos eran expertos tiradores (…), pero Hermelinda tenía una manera imperceptible de escamotear el cuerpo, de escabullirse para que en el último instante la moneda perdiera el rumbo. Las que aterrizaban dentro del círculo de tiza pertenecían a la mujer. Si alguna entraba en la puerta, otorgaba a su dueño el tesoro del sultán, dos horas detrás de la cortina a solas con ella, en completo regocijo, para buscar consuelo por todas las penurias pasadas y soñar con los placeres del paraíso…”
Cuando Hermelinda se fue de la compañía ganadera detrás de un asturiano que viajó hasta la parte meridional de Sudamérica para conocerla en persona, los dueños de la compañía ganadera se vieron obligados a importar desde Londres un enorme sapo de loza pintada y con la boca abierta, para que los peones siguieran jugando en sus tiempos libres y siguieran entrenando su puntería lanzándole monedas, como cuando Hermelinda se tendía de espaldas dentro del círculo trazado con tiza, con sus bonitas piernas abiertas y las rodillas flexionadas, mientras los jugadores tenían que meter la moneda en ese agujero por donde se le escapaba el deseo sexual en las noches de juerga.
Esta fantástica fotografía de Martín Chambi es un buen motivo para fantasear sobre las múltiples facetas de un juego que, aparte de entretener a los parroquianos que se dan cita en el patio de una chichería, requiere de la mirada de águila y los nervios de acero de los contendientes, quienes se meten en el juego con la intención de ganarse a pulso la fama de ser mentados como buenos “tiradores de sapo”; a diferencia de aquellos que, impulsados por la tentación de probar la suerte, pierden el salario del mes y reciben el castigo de vaciarse “a secas” las copas llenas de chicha de todos los jugadores.