El golpe de Estado fallido, liderado por el general Juan José Zúñiga, no solo puso en jaque la estabilidad democrática del país, sino que también lo acercó peligrosamente al borde de un conflicto interno de proporciones catastróficas.
La decisión del presidente Luis Arce de enfrentar personalmente la crisis, para evitar un enfrentamiento armado entre la Policía y el Ejército, merece un análisis profundo y un reconocimiento por su prudencia.
Zúñiga y sus seguidores estuvieron a punto de cruzar una línea sin retorno, una que habría podido sumir a Bolivia en una situación similar, o incluso peor, a la vivida durante el tristemente célebre Febrero Negro de 2003.
Aquel episodio, que dejó 33 muertos y más de 500 heridos, sigue siendo una herida abierta en la memoria colectiva del país. La posibilidad de revivir semejante tragedia era real y aterradora.
La tensión en el Palacio Quemado era palpable. Con unidades de élite de la Policía preparadas para actuar y una ametralladora apuntando a la puerta principal, el escenario estaba listo para un desenlace potencialmente sangriento. Sin embargo, la determinación del presidente Arce de dialogar, incluso frente a la amenaza inminente, logró desactivar la crisis en su momento más crítico.
Es en este contexto que resulta no solo impensable, sino francamente desquiciado, sugerir que lo ocurrido fue un "autogolpe". La magnitud del riesgo, la posibilidad real de un enfrentamiento armado entre fuerzas del Estado y las consecuencias potencialmente catastróficas para el país hacen que tal suposición sea absurda y peligrosa.
El presidente Arce, al ordenar que la Policía no saliera a las calles, demostró una comprensión profunda de los potenciales riesgos y la determinación de evitar un nuevo baño de sangre. Su decisión de enfrentar personalmente a los golpistas, armado únicamente con su autoridad constitucional simbolizada en el bastón de mando, es un acto de valentía que merece reconocimiento.
La democracia es frágil, y su defensa requiere de menos retórica, demanda acciones concretas y, a veces, decisiones difíciles en momentos de crisis.
Bolivia ha esquivado, por ahora, la sombra de su propio pasado violento. Es responsabilidad de todos los bolivianos cerrar las brechas que permiten que surjan estas amenazas a la estabilidad nacional.
Las diferencias políticas se deben resolver a través del diálogo y las urnas, no con tanques en las calles y armas apuntando a las puertas del poder.
La Paz/AEP