Tras una década marcada por controversias y cuestionamientos, el ciclo de Luis Almagro al frente de la Organización de Estados Americanos llega a su fin.
Este periodo deja un legado que ha profundizado el descrédito de un organismo que, lejos de consolidarse como un espacio de cooperación continental, ha sido percibido cada vez más como un instrumento al servicio de intereses específicos, particularmente los de Washington.
La trayectoria de Almagro resulta paradójica cuando se considera su origen político. Llegó a la secretaría general con el respaldo del gobierno progresista uruguayo de José Mujica, donde había servido como canciller.
Sin embargo, una vez en el cargo, su alineamiento con las políticas estadounidenses se hizo evidente, especialmente durante la administración Trump, generando una ruptura con los principios que, al menos en teoría, debían guiar su gestión.
Este giro no sorprende si analizamos el contexto histórico. Desde su fundación en 1948, la OEA ha funcionado frecuentemente como un vehículo para la imposición de la visión norteamericana sobre democracia y desarrollo en el continente.
No obstante, existía cierta expectativa de que el organismo pudiera evolucionar hacia un espacio genuino de diálogo diplomático y resolución de conflictos entre las naciones americanas.
La gestión de Almagro, lamentablemente, tomó el camino opuesto. En lugar de fortalecer los mecanismos diplomáticos, optó por un intervencionismo directo en los asuntos internos de varios países, sembrando discordia y tensión regional.
Este enfoque contradice frontalmente la misión fundamental de un organismo interamericano: promover el entendimiento y la cooperación.
Quizás el episodio más reprochable de Almagro fue su papel en la crisis boliviana de 2019. La precipitada acusación de fraude electoral, sin evidencia contundente que la respaldara, contribuyó decisivamente a la desestabilización del país. Las consecuencias fueron desastrosas: un golpe de Estado que desembocó en violencia, pérdidas humanas y una profunda crisis institucional. La responsabilidad de la OEA en estos acontecimientos es innegable.
Este patrón de conducta se ha manifestado sistemáticamente en la actitud del organismo hacia gobiernos de orientación progresista en la región.
La instrumentalización de la OEA como mecanismo para bloquear, deslegitimar o presionar a estos gobiernos ha sido una constante durante los últimos años, reflejando una agenda política particular antes que un compromiso con los principios fundacionales de la organización.
Ante la inminente elección de un nuevo secretario general, los países miembros de la OEA, particularmente Bolivia y otras naciones que han sufrido las consecuencias de este enfoque sesgado, albergan la esperanza de un cambio sustancial.
El desafío es transformar el organismo en un espacio verdaderamente representativo de la diversidad política del continente, donde el respeto a la soberanía nacional y la no injerencia en asuntos internos sean principios inquebrantables.
La credibilidad futura de la OEA dependerá de su capacidad para desprenderse de la "sumisión total a Washington" que ha caracterizado su actuación reciente.
Los países latinoamericanos esperan una organización que refleje el equilibrio de intereses regionales, no los designios unilaterales de una potencia, y que respete la legitimidad de todos los gobiernos democráticamente elegidos, independientemente de su orientación ideológica.