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Justicia tardía en el escándalo de los respiradores

El escándalo por la compra de respiradores con sobreprecio para combatir la pandemia del COVID-19 cobró cientos de vidas de bolivianos que fallecieron por falta de esa máquina vital.

Cinco años después, finalmente se hace justicia con la condena de dos exautoridades del Ministerio de Salud, pero las familias enlutadas ya no podrán recuperar a sus seres queridos.

La sentencia dictada por el Juzgado de Sentencia, Anticorrupción y de Materia Contra la Violencia Hacia la Mujer Nro. 25 del Tribunal Departamental de Justicia de La Paz, que condenó a Eduardo Díaz Pizarro a 8 años de prisión y a Juan Carlos Arraya Tejada a 2 años y 8 meses de reclusión, representa un paso importante hacia la justicia, pero también evidencia la gravedad de un sistema que permitió que la corrupción se instalara en el momento más crítico de la crisis sanitaria.

Los hechos son escalofriantes: en plena primera ola del coronavirus en 2020, cuando los hospitales bolivianos colapsaban y las familias rogaban por un respirador que pudiera salvar la vida de sus seres queridos, dos funcionarios públicos decidieron lucrar con el dolor ajeno.

Adquirieron 500 ventiladores pulmonares chinos de la marca Guanzhou Yueshen, modelo YSAV400A, que no cumplían con 40 ítems de las especificaciones técnicas requeridas, causando un daño económico al Estado de más de 10 millones de dólares.

Mientras estos equipos deficientes llegaban al país y eran distribuidos en hospitales, cientos de bolivianos perdían la batalla contra el COVID-19 en salas de emergencia saturadas, muchos de ellos precisamente por la falta de respiradores funcionales.

La ironía cruel es que el Estado había pagado sobreprecio por equipos que no servían para salvar las vidas que se suponía debían proteger.

Este caso trasciende la corrupción administrativa común. No se trata solo de funcionarios que se beneficiaron económicamente de contratos irregulares, es un ejemplo paradigmático de cómo la corrupción puede convertirse literalmente en un arma homicida.

Cada respirador defectuoso representaba una muerte potencial, cada dólar desviado era oxígeno que no llegaba a los pulmones de un compatriota.

Los respiradores para unidades de cuidado intensivo llegaron al país con bombos y platillos, presentados como la solución salvadora, hasta que se descubrió que su precio era exorbitante y su calidad, deficiente.

La desesperación de la población por conseguir estos equipos vitales fue aprovechada de manera vil por quienes tenían la responsabilidad de proteger la salud pública.

La condena de Díaz Pizarro y Arraya Tejada por los delitos de Incumplimiento de Deberes y Contratos Lesivos al Estado es apenas la punta del iceberg de un sistema de contrataciones públicas que mostró sus falencias más graves durante la pandemia.

La Procuraduría General del Estado celebró este "resultado inédito y favorable", pero la pregunta que queda resonando es por qué fue necesario esperar cinco años para que se haga justicia.

Esta condena debe servir como precedente para fortalecer los mecanismos de control en las contrataciones públicas, especialmente en situaciones de emergencia cuando la tentación de los funcionarios corruptos suele aumentar.

La justicia ha hablado, pero llegó tarde para quienes ya no están. La verdadera justicia sería que casos como este nunca vuelvan a repetirse, que la memoria de los fallecidos por COVID-19 sirva para construir un sistema de salud pública donde la corrupción no tenga cabida y donde cada decisión se tome pensando en salvar vidas, no en engrosar cuentas bancarias.

Las penas de prisión impuestas, aunque necesarias, no devolverán la vida a quienes murieron esperando un respirador que funcionara.

Pero sí pueden servir como advertencia: en Bolivia, la corrupción que mata también se paga con cárcel.

AEP


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