La inminente salida de Luis Almagro como secretario general de la Organización de los Estados Americanos (OEA) marca un punto de inflexión para la institución. Después de una década turbulenta bajo su liderazgo, es momento de que los Estados miembros emprendan una profunda reflexión sobre el rumbo y el propósito de esta organización hemisférica.
Durante el mandato de Almagro, la OEA fue objeto de críticas severas y justificadas. Lo que debería ser un foro de cooperación y entendimiento mutuo se convirtió, en demasiadas ocasiones, en un instrumento de polarización ideológica y de intervención en los asuntos internos de los países miembros.
El caso más notorio fue el papel de la organización en la crisis de 2019, donde una controvertida auditoría electoral contribuyó al derrocamiento del gobierno constitucional de Evo Morales.
Esta actuación no es un incidente aislado, sino el síntoma de un problema sistémico.
La OEA, bajo la dirección de este personaje, mostró una preocupante tendencia a aplicar criterios selectivos en su defensa de la democracia y los derechos humanos. Mientras que en algunos casos adoptó posturas agresivas contra gobiernos progresistas, en otros guardó un silencio cómplice ante flagrantes violaciones de los principios democráticos.
La Carta Democrática Interamericana, concebida como un instrumento para fortalecer la democracia en la región, se convirtió en un arma de doble filo. Su aplicación inconsistente por Almagro ha socavado su legitimidad y la de la propia OEA.
Ante este panorama, es urgente que los Estados miembros aprovechen la transición en la Secretaría General para iniciar un proceso de reforma profunda.
La OEA debe recuperar su vocación original como espacio de diálogo y cooperación, dejando atrás las prácticas intervencionistas y la instrumentalización política.
Esta reforma debe orientarse hacia la construcción de una organización verdaderamente comprometida con la igualdad, la justicia y la democracia.
Es fundamental que la OEA recupere su capacidad para actuar de manera imparcial y constructiva en las crisis regionales, respetando la soberanía de los Estados y promoviendo soluciones consensuadas.
Además, es importante que la organización retome su papel en la promoción del desarrollo económico y social, la cooperación técnica y el fortalecimiento institucional en la región. Solo así podrá responder eficazmente a los desafíos del siglo XXI, desde la desigualdad hasta el cambio climático.
El tiempo apremia. Si la OEA no logra reinventarse y recuperar la confianza de los pueblos americanos, corre el riesgo de volverse irrelevante. En un escenario así, es probable que surjan nuevas iniciativas de integración regional que busquen llenar el vacío dejado por una OEA disfuncional.
La salida de Almagro ofrece una oportunidad única para corregir el rumbo. Los líderes de las Américas deben aprovecharla para construir una OEA renovada, capaz de fomentar una verdadera solidaridad entre los pueblos y de contribuir efectivamente a la paz, la democracia y el desarrollo en el hemisferio. El futuro de la cooperación interamericana está en juego.