Bolivia cumple dos siglos y, aunque el calendario lo marque como un número redondo, lo que realmente celebramos son doscientos años de lucha, esperanza y resistencia.
No somos un país perfecto —ninguno lo es—, pero somos un país que no deja de latir, que se levanta después de cada caída, que sigue soñando aunque el viento sople en contra. En este bicentenario no solo conmemoramos una fecha, celebramos una identidad que nos atraviesa el alma.
Doscientos años pueden parecer mucho, pero para un país como el nuestro es apenas el comienzo. Hemos vivido guerras que nos marcaron, crisis que nos tambalearon, momentos de gloria que nos unieron y heridas que aún no terminamos de cerrar. Sin embargo, aquí seguimos, aferrados a nuestra tierra, al olor de la lluvia sobre el campo, al sonido de una zampoña que se pierde en el altiplano, al calor del tambor que resuena en el oriente.
Bolivia no se entiende solo con la razón, se entiende con el corazón. Es ese Illimani que observa a La Paz desde lo alto como un guardián milenario, son las aguas del Titicaca que parecen tocar el cielo, es el verde inmenso de la Amazonía que respira vida. Es también el salar de Uyuni, un espejo de nubes donde uno entiende que la belleza no necesita palabras.
En cada rincón del país hay una historia esperando ser contada. El mercado de Tarija con sus aromas dulces, las ferias de Cochabamba llenas de voces y risas, las calles de Sucre donde la historia parece seguir caminando, las noches cálidas de Santa Cruz donde la gente conversa como si el tiempo no existiera. Esa diversidad es nuestra mayor riqueza: nueve departamentos que son nueve mundos, pero un solo corazón.
Nuestra gastronomía es un idioma universal que todos entendemos. Un majadito que sabe a hogar, una salteña que se disfruta a escondidas en la oficina, un anticucho de media noche, un plato paceño que te recuerda que lo simple también es grande. Comer en Bolivia es un acto de amor a la tierra y a la memoria.
Claro que hemos cometido errores, claro que tenemos deudas pendientes. Pero el bicentenario no es para fingir que no hay problemas, sino para recordar que los hemos enfrentado antes y que podemos superarlos de nuevo. Si algo nos enseña nuestra historia es que cada vez que intentaron quebrarnos, nos volvimos más fuertes.
Este bicentenario debe ser un momento para mirarnos a los ojos como bolivianos y reconocernos en nuestras diferencias. Para entender que el futuro que queremos no se construye desde el odio, sino desde el compromiso diario con la patria. Que la libertad por la que lucharon nuestros antepasados no se defiende solo en discursos, sino en cada acto de honestidad y de trabajo.
Bolivia es un país que te enamora y te enfurece, que te llena de orgullo y a veces de impotencia. Pero es nuestro. Es el lugar donde aprendimos a caminar, donde escuchamos por primera vez el himno, donde la wiphala y la tricolor ondean juntas recordándonos que venimos de muchas raíces, pero compartimos un mismo suelo.
En estos doscientos años hemos escrito páginas heroicas y también páginas dolorosas. Lo que viene ahora depende de nosotros: decidir si vamos a seguir repitiendo los errores o si vamos a honrar el sacrificio de quienes nos dieron la libertad. El bicentenario es una oportunidad para comprometernos a construir una Bolivia que merezca otros dos siglos de orgullo.
Porque, al final, no hay amor más profundo que el que sentimos por esta tierra. Bolivia es más que un país: es un sentimiento, un abrazo, un hogar. Y hoy, en su bicentenario, lo gritamos al mundo con la voz más alta: ¡Gracias, Bolivia, por estos doscientos años de vida, lucha y esperanza!
Por: Miguel Clares/