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Marco Antonio Santivañez Soria

1985-2005: las dos décadas que Samuel, Tuto y Manfred no quieren recordar

En Bolivia, la historia no se repite como farsa ni como tragedia: se repite como un castigo. En pleno siglo XXI, cuando el pueblo clama por dignidad, soberanía y justicia social, los fantasmas del pasado retornan envueltos en trajes de modernidad y discursos de eficiencia.

Samuel Doria Medina, Jorge Tuto Quiroga y Manfred Reyes Villa —protagonistas del ciclo neoliberal más agresivo que vivió Bolivia entre 1985 y 2005— han vuelto a colocarse en la vitrina electoral, sin una sola muestra de autocrítica ni de renovación. Son, en esencia, las caras visibles de dos décadas en que el Estado fue desmantelado, la economía nacional saqueada y el pueblo condenado a sobrevivir.

El comienzo del desmontaje en 1985 con la relocalización

El retorno a la democracia en 1982, con Hernán Siles Zuazo, fue rápidamente sofocado por la crisis económica, la hiperinflación y el sabotaje estructural de las élites. El punto de quiebre se dio en 1985, cuando Víctor Paz Estenssoro —ya en su cuarta presidencia y con la sigla del MNR transmutada en caballo de Troya neoliberal— aplicó el Decreto Supremo 21060. Con una pluma y un gabinete de tecnócratas importados del FMI y del BID, comenzó el desmantelamiento de la Bolivia productiva. El corazón de esta demolición fue la relocalización minera: más de 25 mil trabajadores quedaron en la calle, condenados al rebusque o al exilio. La Corporación Minera de Bolivia (Comibol), símbolo del Estado revolucionario, fue reducida a una sombra.

Capitalización, la privatización con antifaz

Con la llegada de Gonzalo Sánchez de Lozada, el eufemismo se impuso: no era privatización, era “capitalización”. El pueblo no vendía sus empresas, decía Goni, sino que las “capitalizaba” con socios estratégicos. En la práctica, esto significó la entrega de las joyas estatales a multinacionales, sin control, sin rendición de cuentas y con resultados desastrosos para el país. El Lloyd Aéreo Boliviano (LAB), orgullo nacional de la aviación, fue descuartizado. Entel, que garantizaba telecomunicaciones en zonas rurales, fue vendida al capital italiano. YPFB, empresa bandera de la soberanía energética, fue dividida y saqueada. ENDE, que garantizaba energía eléctrica con visión de Estado, cayó en manos privadas sin plan nacional.

Los bolivianos no vieron un solo centavo de estas capitalizaciones. Las supuestas “acciones populares” jamás llegaron a materializarse en beneficios tangibles. Mientras tanto, el salario mínimo nacional en 1995 rondaba los 300 bolivianos, equivalentes a unos 50 dólares, y con eso una familia debía cubrir transporte, alimentación, salud y educación. La comparación es dolorosa: en Chile, el salario mínimo en ese mismo periodo ya superaba los 150 dólares; en Argentina, los 200. Bolivia era el patio trasero del modelo de libre mercado, administrado por una tecnocracia servil.

Los rostros del saqueo

En este despojo sistemático aparecen los nombres que hoy, con cinismo, buscan volver al poder. Samuel Doria Medina fue  ministro de Planeamiento en el primer gobierno de Goni siendo uno de los artífices de la capitalización. Desde su escritorio se diseñaron los términos de entrega de nuestras empresas. Hoy se presenta como empresario exitoso, pero nunca explica por qué el pueblo boliviano quedó más pobre mientras su fortuna crecía.

Jorge Tuto Quiroga, vicepresidente de Banzer y luego presidente por sucesión constitucional, asumió como garante de la continuidad neoliberal. Su gestión fue un zapping de promesas incumplidas y reformas maquilladas. Tuto no gobernó para el pueblo; gobernó para sostener un modelo caduco, subordinado a los intereses de Estados Unidos y las corporaciones.

Manfred Reyes Villa, el llamado “alcalde modelo” en Cochabamba, se hizo un nombre en el escenario político nacional con una narrativa de orden y desarrollo, al estilo de su primer partido ADN, pero su gestión fue una prolongación del pensamiento tecnocrático que despreciaba al indígena, al campesino y al obrero. El mostrar maquillaje en sus obras y olvidarse de soluciones de base, como la basura, el agua, precisamente fue parte de esa Guerra del Agua que se cargó un muerto, pero que fue el principio del fin de una larga etapa de corrupción, donde la alcaldía se convirtió en una agencia de empleos con “coimisiones” para la gran autoridad mediante sus operadores.

Bolivia en ruinas: la vida cotidiana bajo el neoliberalismo

Las dos décadas entre 1985 y 2005 fueron un túnel oscuro para la mayoría de los bolivianos. La moneda nacional se transformó de pesos bolivianos a bolivianos en 1987, pero este cambio fue cosmético: la pobreza estructural seguía devorando al país. La deuda externa se disparó, mientras el FMI imponía recetas que incluían recortes al gasto social, despidos masivos y apertura irrestricta al comercio internacional.

Los servicios básicos se volvieron inaccesibles. La educación fue degradada a bien de lujo. La salud pública colapsó. En las zonas rurales, los niños morían por falta de vacunas y las mujeres daban a luz en el suelo. La migración forzada a Argentina, Brasil y Estados Unidos se convirtió en el único escape. Las remesas sostenían hogares enteros, mientras los gobiernos hablaban de estabilidad macroeconómica con cifras que ocultaban el drama humano.

El estallido inevitable: 2000 – 2003 y la caída de Goni

Tras el grito cochabambino de “Basta” en la Guerra del Agua de 2000 en el gobierno de Banzer, apoyado por Tuto y Manfred, el modelo estalló en octubre de 2003, cuando el pueblo alteño salió a las calles a decir basta. “El gas no se vende” se convirtió en el grito de una generación que vio en la nacionalización de los recursos naturales una oportunidad de recuperar la dignidad. Goni huyó del país manchado por la sangre de más de 60 muertos. Su huida marcó el colapso definitivo del orden neoliberal, aunque sus cómplices nunca pagaron las consecuencias políticas ni judiciales.

¿Repetir el pasado como solución al presente?

Hoy, en 2025, que Doria Medina, Tuto Quiroga y Reyes Villa aspiren de nuevo a la presidencia o la vicepresidencia no es solo una afrenta a la memoria histórica: es una burla al pueblo. ¿Qué pueden ofrecer quienes entregaron nuestras empresas, destruyeron nuestros empleos y redujeron el Estado a una oficina administrativa del capital extranjero?

Bolivia necesita nuevos liderazgos, no reciclajes. Necesita propuestas soberanas, no regresos al Consenso de Washington. Necesita justicia social, no maquillajes electorales. La historia está escrita: durante 20 años, se gobernó para las minorías, se vendió el patrimonio nacional y se empobreció a la mayoría. Ahora, los responsables de esa tragedia piden una nueva oportunidad, como si los pueblos no tuvieran memoria.

Lecciones para no olvidar

Las dos décadas entre 1985 y 2005 fueron décadas perdidas para millones de bolivianos. No por falta de recursos ni de talento, sino por la imposición de un modelo que favoreció a unos pocos a costa de las mayorías. El presente exige una ruptura definitiva con ese pasado. No se puede construir el futuro con los mismos cimientos que lo destruyeron.

Samuel, Tuto y Manfred no son el futuro: son las ruinas vivas de un país entregado. Pretenden reinventarse, pero su historia los condena. Bolivia no puede seguir apostando por las mismas cartas marcadas. Lo que está en juego no es una elección más: es la posibilidad de romper el ciclo de saqueo y construir un país verdaderamente soberano.

Porque quien olvida su historia está condenado a repetirla. Y Bolivia ya no puede permitirse otras décadas con tristes y largas noches neoliberales (frase acuñada, por el expresidente de Ecuador, Rafael Correa).

Por: Marco Antonio Santivañez Soria/


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