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Marcelo Caruso Azcárate

Cincuenta años después

Frente al Palacio de La Moneda se ubicaron los viejos tanques de la Segunda Guerra Mundial sin ningún respaldo de infantería. En el cuartel más cercano se discutía en asamblea si salir o no salir a apoyar el golpe. Un general cerró la discusión disparándole al oficial que defendía el orden constitucional y así se definió apoyar el golpe.

Cuando esa tropa comenzó a tomar posición y sitiar la casa de gobierno, decidimos que, como observadores impotentes, poco podíamos hacer allí para defender al gobierno de la Unidad Popular y al compañero Presidente. Camino hacia nuestra residencia vimos llegar los aviones y las columnas de humo, para luego escuchar conmovidos el último discurso del Presidente. Mientras tanto, ya importantes líderes políticos que debían encabezar la resistencia se habían asilado y solo los obreros de algunas importantes fábricas salieron a defenderlo, hasta que tuvieron que dispersarse. El investigador social Hugo Zemelman alguna vez me comentó: “Nuestro error fue creer que el Ejército chileno había sido y sería siempre constitucionalista, sin entender que las realidades cambian y la teoría se reconstruye comprendiéndolas”.

Evadiendo la dictadura argentina, tuve la dicha de vivir ese pacífico y revolucionario proceso trabajando como profesor universitario y luego como coordinador de las cuatro empresas textiles más grandes de Chile ubicadas en los alrededores de Concepción. Estas fueron tomadas y autogestionadas por sus trabajadores, y luego intervenidas por el Gobierno utilizando una antigua legislación que apelaba a la función social de la propiedad. Lo mismo sucedía en la gran mayoría de empresas productivas del país, las cuales se agruparon en la naciente Área Social de la Economía, que avanzaba con mucha eficiencia en su planeación productiva y a la que se articulaba la creciente reforma agraria. En el sector textil se logró duplicar la producción de telas, pero los comerciantes, financiados entonces por el gobierno de Nixon, las ocultaban generando su escasez en el mercado. Se comía pescado bueno y barato que donaba solidariamente la flota soviética, como parte del mundo polarizado de la guerra nada fría. Esa era la situación general de una economía en ascenso que comenzaba a ser bloqueada interna y externamente.

Si algo caracterizó a ese dinámico proceso fue la madurez social y política acumulada por su pueblo, que permitió un ejercicio participativo con gran poder de decisión y reconocido por el Gobierno. Se impulsaba el prometido programa de reformas y se tomaban las decisiones por medio de la democracia directa, las que luego eran institucionalizadas por un gobierno popular sin mayoría parlamentaria. Las masivas asambleas de las Juntas de Abastecimientos y Precios territoriales ejercían un real poder social y combatían a los acaparadores. Se encargaban de censar a la población y asegurar sus compras directamente en las fábricas o en los barrios donde, sin ninguna distinción política, corrupción o clientelismo, se organizaba su venta con precios controlados.

La consecuencia de esa construcción asociativa fue un importante crecimiento en lo electoral, que indicaba para las próximas presidenciales una votación mayor al 50%, lo cual llevó a la derecha demócrata cristiana —su izquierda ya se había sumado al proceso— a apoyar el golpe militar creyendo que luego les devolverían el ejercicio del gobierno.

A 50 años del aplastamiento de una utopía democrática y el ingreso a sangre y fuego del neoliberalismo en Latinoamérica, el homenaje principal es para ese sacrificado y hermoso pueblo que sigue intentando recuperar su memoria histórica frente a la ofensiva neofacista. Otra sería seguramente la historia de la región sin el asesinato de ese oficial democrático.


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