El 14 de noviembre de 2019 se selló una de las páginas más oscuras de la historia reciente de Bolivia.
El gobierno transitorio de Jeanine Añez promulgó el Decreto Supremo 4078, una norma que pasó a la historia con un nombre elocuente y trágico: el “Decreto de la Muerte”. Este instrumento legal permitió que las Fuerzas Armadas actuaran en operativos de control interno sin temor a consecuencias penales, incluso cuando ello implicara el uso de armas letales contra civiles.
Este decreto no solo habilitó la intervención militar en apoyo a la Policía Boliviana; en la práctica, abrió la puerta a la impunidad. El artículo 3 del documento fue especialmente alarmante: establecía que los miembros de las FFAA estarían “exentos de responsabilidad penal” si actuaban bajo los principios de legalidad y necesidad. Una redacción ambigua y peligrosa que, en contextos de alta tensión política y social, se convirtió en una licencia para matar.
Las consecuencias fueron inmediatas y brutales. Las masacres de Sacaba y Senkata, ocurridas pocos días después de la promulgación del decreto, dejaron un saldo doloroso de muertos, heridos y familias destrozadas. La participación conjunta de militares y policías en estos operativos, amparados por el Decreto 4078, ha sido documentada por organismos nacionales e internacionales, entre ellos el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI), que calificó estos hechos como graves violaciones a los derechos humanos.
Es cierto que el decreto fue derogado el 28 de noviembre, apenas dos semanas después de su promulgación. Pero el daño ya estaba hecho. El argumento de supuesta “pacificación” esgrimido por el gobierno de Jeanine Añez no puede justificar el uso desproporcionado de la fuerza ni el silenciamiento violento de la protesta. Menos aún cuando las víctimas eran ciudadanos y ciudadanas que exigían respeto al Estado de derecho.
La Comisión Interamericana de Derechos Humanos fue clara al señalar que este tipo de normas contravienen los estándares internacionales, pues impiden que los Estados cumplan su deber de investigar, juzgar y sancionar las violaciones a los derechos humanos. Pretender eximir a las FFAA y a los autores intelectuales de responsabilidad penal equivale a institucionalizar la impunidad, y eso es inaceptable en cualquier sociedad democrática.
Hoy, a casi seis años de esos acontecimientos, la memoria de Sacaba y Senkata sigue viva. Las heridas no han sanado y las demandas de justicia siguen pendientes. El “Decreto de la Muerte” no debe ser recordado solo como un episodio trágico, sino como una advertencia: el poder, cuando se ejerce sin control ni respeto por los derechos fundamentales, se convierte en violencia de Estado.
La democracia no se construye con balas ni se defiende reprimiendo al pueblo. Se construye con diálogo, justicia y verdad. Y en Bolivia aún estamos en deuda con quienes murieron exigiendo exactamente eso.
Recordar el “Decreto de la Muerte” no es un ejercicio del pasado. Es un acto político en defensa de la democracia. Es un llamado a la memoria, a la justicia y a la verdad. Porque cuando el poder decide callar a su pueblo con balas, ya no hay neutralidad posible: o se está con la vida y los derechos, o se está con la impunidad.
Por: Jaime E. Buitrago Romero/