El juicio penal que se inició el viernes en contra del expresidente Álvaro Uribe Vélez (2002-2010), en Colombia, tiene trascendencia en diversos espacios políticos, no solo del país neogranadino sino de toda América.
Uno de los principales espacios que se ve seriamente afectado es al interior del bloque de poder hegemónico colombiano que se aglutinó en torno a la figura de Uribe para combatir las insurgencias de izquierda que durante los años ochenta y noventa controlaron una importante parte del territorio y poblaciones a escala nacional. El movimiento insurgente puso en vilo al poder económico y político, y fue contrarrestado a sangre y fuego de una manera efectiva desde que Uribe llegó al poder.
En medio de esa creciente insurgencia, Uribe logró gestionar el poder político articulando con diversos sectores, desde las grandes oligarquías del país y sus medios de comunicación hasta con los grupos de paramilitares que se habían creado para enfrentar la guerrilla. Pasando también por partidos políticos de centro y de derecha, y sectores mundiales de poder, especialmente Washington, quienes le dieron todo el aval financiero y un marco de impunidad para llevar a cabo una avanzada en la que las violaciones de los derechos humanos fue la nota constante.
En los últimos años, en Colombia, se han descubierto fosas comunes de miles de campesinos; los ‘falsos positivos’ de ciudadanos inocentes se convirtieron en una política de Estado; la relación con los grupos paramilitares y narcotraficantes no fue excepcional sino una constante estratégica. Con este tipo de gobierno de mano dura y con su liderazgo popular, Uribe pudo ganarles la guerra a las guerrillas.
El papel de Uribe
El uribismo, entonces, es el movimiento político más importante que ha existido en Colombia durante este siglo, y su influencia se prolongó con el mandato de su ministro de defensa, el expresidente Juan Manuel Santos (2010-2018), con quien tuvo posteriores disputas, hasta el periodo del exmandatario Iván Duque (2018-2022), uno de sus delfines más preciados.
Podría resumirse que las disputas de Santos —un empresario proveniente de las familias más ricas, dueños de importantes medios— con Uribe develan la grieta entre los actores del bloque hegemónico, y este juicio es la concreción de dicho rompimiento.
Pasados los peores tiempos de la guerra, diversos sectores económicos y políticos prefirieron posicionar otra imagen de Colombia en el mundo, que pasará la página de la venganza, de la violencia paramilitar, es decir, modificará la noción de Colombia representada por Uribe.
Hay que recordar que Álvaro Uribe, de 71 años, viene de ser alcalde de Medellín y gobernador de Antioquia, de la tierra controlada por el famoso cartel de Medellín, y también fue director de la aeronáutica civil a comienzos de los años ochenta, cuando se disparaba la apertura de rutas aéreas para el narcotráfico. Hablamos de un actor que muchos lo ubican —y hay investigaciones penales al respecto— como el fundador intelectual y material de las autodefensas colombianas, grupos irregulares que utilizaban las masacres y la comercialización de la cocaína como forma de enfrentar las guerrillas.
Durante los dos gobiernos consecutivos de Santos, en los que hubo unas diferencias importantes entre ambos líderes, Uribe fue el principal activista en contra del proceso de paz, diseñado por el primero. Ya con Iván Duque, el uribismo había entrado en una fase de decadencia cuando ocurrió el “estallido social”.
Uribe tuvo que renunciar a su puesto de senador como forma de enfrentar la justicia, aunque recibió pena de “casa por cárcel” durante algunos meses. Para entonces, los niveles de malestar social se vieron cada vez más acrecentados, lo que abrió la oportunidad para el triunfo del actual presidente de izquierda, Gustavo Petro.
En el marco del gobierno de Petro, el juicio a Uribe es una oportunidad del conservadurismo colombiano para recomponer nuevamente el bloque de poder hegemónico bajo unas condiciones posteriores a la guerra contra la insurgencia y en medio de la estabilización de las pugnas entre grupos de narcotráfico. Uribe es un actor que no ayuda a ese proceso de recomposición interno de las derechas, sino que más bien recuerda las peores acciones de los grupos extremistas apoyados por la oligarquía y las agencias militares internacionales.
Internacionalmente, el juicio a Uribe también tiene importante significación. Uribe ya ha dejado de ser ese líder icónico, un derechista que es propiamente guerrerista, no tanto ideólogo sino práctico. Cuando vemos el auge en la región de una derecha que, aunque radical, es más “cultural” como la del presidente argentino, Javier Milei, o la del mandatario ecuatoriano Daniel Noboa, los sectores más conservadores buscan reconstituir su tejido para emerger desde un nuevo flanco no tan relacionado con la ejecución de una guerra como la colombiana.
La impunidad tiene fecha de caducidad
Con relación a los nexos entre América Latina y EEUU, el juicio de Álvaro Uribe también es un mensaje a este último de que sus líderes o sus aliados también pueden ser objeto de señalamiento por parte de la justicia en cada país, y que la impunidad tiene fecha de caducidad.
El juicio a Uribe, y la inapetencia del actual conservadurismo latinoamericano para defenderlo, da cuenta de otro momento para las derechas del continente, uno en el que la pugna cerrada con la izquierda requiere de potabilización, de no llevar con orgullo las manos sucias de la guerra.
Este juicio, además de llevar justicia para los vulnerados, trata de lavar las manos y cambiar la imagen de Colombia y también de los sectores conservadores del continente.