La narrativa que ha impuesto la administración de Donald Trump, al declarar al Cártel de los Soles como una organización narcoterrorista, es un reflejo de una estrategia más amplia que busca desviar la atención de los problemas internos de Estados Unidos.
Mientras se construye esta imagen de Venezuela como un narcoestado, otros países latinoamericanos como Perú, Ecuador, Bolivia y Argentina han comenzado a proyectar sus propias crisis de narcotráfico, cayendo en una trampa retórica creada por la influencia del senador Marco Rubio y su equipo en el Departamento de Estado.
La táctica aquí es clara: convertir a un gobierno que podría ser considerado como un actor político en su contexto regional, en una mera estructura criminal. Se trata de deslegitimar cualquier forma de resistencia a la hegemonía estadounidense en la región, presentando a Venezuela no solo como un estado fallido, sino como un verdadero enemigo del orden democrático y de la seguridad nacional. Esta estrategia ha encontrado eco en diversos informes de inteligencia y acusación por parte de fiscales federales de Estados Unidos, quienes han imputado a funcionarios venezolanos por delitos vinculados con el narcotráfico.
No obstante, existe un problema fundamental en esta narrativa: la simplificación del fenómeno del narcotráfico en América Latina. Al apuntar exclusivamente al Cártel de los Soles, países como Bolivia, Perú, Ecuador y Argentina ignoran la complejidad de las redes criminales en sus propios territorios. Bandas locales y organizaciones más amplias como el Cártel de Sinaloa y el Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG) han establecido alianzas que complican aún más el panorama del narcotráfico.
Con la designación del Cártel de los Soles como una organización terrorista, los gobiernos de la región no justifican solo sanciones, sino también intervenciones directas que podrían considerarse como formas de colonialismo moderno. Esta narrativa que presenta a Venezuela como el epicentro del narcotráfico permite a estos gobiernos eludir su propia responsabilidad en el manejo del fenómeno del crimen organizado dentro de sus fronteras. Por ejemplo, en Ecuador, la consolidación del Cártel de Sinaloa y el Cártel de las Bananas de la familia Noboa, mediante alianzas con grupos locales como Los Choneros, ha intensificado la violencia, pero raramente se señala con la misma dureza al poder del narcotráfico interno.
Sin embargo, la carga de esta narrativa afecta negativamente la postura de estos países frente a la cooperación regional e internacional en la lucha contra el narcotráfico. La tendencia está marcada por el deseo de simplificar un problema complejo, atribuyendo culpas a un solo actor cuando, en realidad, las dinámicas del narcotráfico son multifacéticas y requieren una solución integral. Las alianzas entre cárteles mexicanos y brasileños, junto con bandas locales, complican la escena, y esta interrelación no se puede ignorar si realmente se desea abordar el problema del narcotráfico con eficacia.
El consumo de drogas en estos países añade otra capa de complejidad. La cocaína, la pasta base y, en menor medida, los opioides y estimulantes, marcan una realidad preocupante que trasciende las fronteras. En Argentina, por ejemplo, la alarmante presencia de fentanilo contaminado en el mercado negro revela un floreciente problema que podría extenderse rápidamente. La coincidencia de intereses entre bandas criminales y ciertos sectores de la industria farmacéutica ilustra cómo el narcotráfico se infiltra en todos los niveles de la sociedad, con la mirada complaciente del gobierno de Javier Milei.
Las autoridades de estos países, al buscar culpables fáciles, desvían la atención de la necesidad urgente de abordar las causas profundas de la violencia y la inseguridad relacionadas con las drogas. Es mucho más fácil señalar al Cártel de los Soles que enfrentarse a la corrupción local, a la falta de oportunidades y a una economía informal saturada de actividades delictivas. La propia historia reciente de América Latina está llena de ejemplos donde se han tomado decisiones políticas basadas en narrativas simplificadoras, resultando en conflictos prolongados y en la perpetuación de ciclos de violencia.
Algunos podrían argumentar que la descripción del Gobierno venezolano como un narcoestado justifica intervenciones externas bajo el pretexto de proteger la seguridad regional. Sin embargo, estas intervenciones pueden resultar contraproducentes, alimentando el resentimiento entre las naciones latinoamericanas y debilitando aún más las estructuras gubernamentales que ya luchan por mantener el control en medio de la presión del narcotráfico. Además, el enfoque unilateral que adopta Estados Unidos respecto a la política antidrogas ha fracasado consistentemente, creando más problemas de los que resuelve.
La estrategia elaborada por Marco Rubio y respaldada por la administración Trump para demonizar a Venezuela no solo es irresponsable, sino que es peligrosamente simplista. La lucha contra el narcotráfico en América Latina requiere de un enfoque más matizado y colaborativo, que no se limita a la designación de culpables, sino que busque soluciones integrales que consideren la diversidad de actores y factores involucrados. La realidad del narcotráfico es compleja y multifacética, y solo a través de una comprensión adecuada de sus dinámicas internas podremos avanzar hacia una solución que promueva la paz y la seguridad en nuestra región.
Por: William Gómez García/