Durante años en Bolivia nos han repetido como si fuera una ley sagrada aquella frase desgastada: “Las encuestas son solo una fotografía del momento”. Lo dicen con tal solemnidad que muchos terminan aceptándolo sin cuestionar.
Sin embargo, elección tras elección, esa supuesta “fotografía” termina pareciéndose más a un montaje, a una distorsión grotesca de lo que realmente piensa y decide el país. Y es aquí donde la sociedad boliviana debe empezar a llamar a las cosas por su nombre: lo que estamos presenciando no son errores técnicos, son encuestas amañadas, tendenciosas y diseñadas para fabricar escenarios que favorezcan a determinados candidatos, especialmente a los representantes de la derecha conservadora.
Los resultados de las recientes elecciones presidenciales lo demostraron con absoluta contundencia.
Cuatro encuestadoras —tres habilitadas por el Tribunal Supremo Electoral y una financiada directamente por Marcelo Claure— midieron un país que simplemente no existe.
Colocaron a candidatos como Doria Medina o Jorge Tuto Quiroga en los primeros lugares, mientras relegaban a Rodrigo Paz a un papel marginal, incapaz de superar siquiera el 10%.
¿Qué ocurrió el día de la elección? Rodrigo Paz saltó al 32% y quedó como favorito para la segunda vuelta. Es decir, 23 puntos por encima de lo que pronosticaron las encuestas.
¿Alguien puede seguir hablando de margen de error? ¿Puede alguien sostener seriamente que un 23% de diferencia entra dentro del famoso 2 %?
La explicación no es técnica, es política. Estas encuestadoras no miden la realidad —la fabrican—. Persisten aplicando modelos pensados para países homogéneos, ignorando que Bolivia es plurinacional, diversa, fragmentada territorialmente y profundamente desigual en acceso a medios.
Aplican la misma encuesta en la zona Sur de La Paz que en un barrio popular de Riberalta, como si se tratara del mismo universo. Eso no es solo ignorancia metodológica, es una forma de desprecio hacia la complejidad social y política del país.
El caso de Captura Consulting es quizás el más escandaloso. Desde 2005, subestima sistemáticamente el voto masista.
En la elección de Evo Morales de ese año hablaron de “empate técnico”. Resultado final: Evo 54,5%, Tuto 28%.
En 2009 lo ubicaron cerca del 50%, terminó ganando con 64,2 %.
En 2014 se equivocaron por ocho puntos.
En 2019 ya fue el colmo: le dieron 18% y terminó con 47%, además que permitió que un grupo opositor inserte la mentira del fraude con mayor fuerza.
En 2020 subestimaron a Arce por 18 puntos. Y ahora volvieron a hacerlo, pero esta vez con un candidato que no estaba en el imaginario de estas empresas y de quienes buscan la manipulación de las encuestas.
¿Podemos seguir creyendo que esto es un conjunto de “errores inocentes”? No. Esto se llama sesgo estructural y tiene nombre, apellido y beneficiarios concretos.
A esto se suma la encuesta de Ipsos Ciesmori, elaborada para varios medios de comunicación. Apenas 2.500 personas encuestadas (el 0,034% del padrón nacional), cuatro días de campo y una distribución absurda: Pando terminó teniendo 14 veces más peso muestral que La Paz o Santa Cruz.
Ese “desbalance” no es casualidad, es una manera de construir un resultado. Y el resultado que terminó presentándose públicamente fue un auténtico absurdo estadístico: Doria Medina y Quiroga encabezando la intención de voto, Andrónico en tercer lugar, Paz cuarto y el MAS prácticamente borrado del mapa. Todo lo que vino después demostró que aquello fue una operación política disfrazada de encuesta.
Y aquí entran los medios. Porque las encuestas no sólo reflejan, también moldean. Cuando se coloca deliberadamente a un candidato como “puntero”, se está empujando al votante indeciso a seguir esa supuesta tendencia. Y cuando se pone a otro en caída libre o directamente fuera de carrera, se busca desmovilizar a su electorado.
Eso tiene un nombre: manipulación mediática. Y los medios lo saben. Lo repiten en todos sus noticieros, lo discuten panelistas con una seguridad apabullante, como si sus opiniones fuesen verdades científicas. Pero no analizan el error, no cuestionan la metodología, no revisan los sesgos. ¿Por qué? Porque forman parte de una estrategia que busca construir un clima de opinión favorable a una derecha que no puede ganar en las urnas si no es con ayuda del aparato mediático.
El problema es que en Bolivia existe algo que esas encuestadoras jamás podrán medir: la conciencia crítica de un pueblo que ya no traga mentiras. Un pueblo urbano, rural, citadino, indígena, campesino, de barrio, de calle, obrero y profesional que sabe perfectamente cuando le están mintiendo.
Es ese pueblo el que termina dando la respuesta final en las urnas y desmoronando con su voto el montaje estadístico de las encuestadoras. No importa cuántas veces las encuestas le digan que “su candidato no tiene chances”; llega el día de la elección y ese mismo pueblo, silencioso, disciplinado y decidido, habla con fuerza. Así ocurrió con Evo, con Arce y ahora con Rodrigo Paz.
Por eso es absolutamente necesario que el Tribunal Supremo Electoral deje de ser un espectador y actúe con la firmeza que le exige su mandato constitucional.
El TSE no puede seguir habilitando encuestas que desinforman, manipulan y desorientan al electorado. Debe analizar previamente cada una de las encuestas antes de que sean difundidas. Debe exigir transparencia total en el diseño muestral. Y cuando se registren desviaciones que superen el 5% —como ha sucedido de manera reiterada— debe imponer sanciones concretas a las empresas responsables.
No tiene sentido que una encuesta con errores de 20 puntos se trate con la misma legitimidad que una medición seria y continúe trabajando sin que nadie haga algo.
Esa permisividad deteriora no solamente la credibilidad de las encuestas, sino también la confianza de la población en el propio proceso electoral.
No se trata de prohibir encuestas, AUNQUE PARA ESTA SEGUNDA VUELTA SERÍA LO MÁS SANO OBVIARLAS. Se trata de exigirles honestidad. Se trata de recordar que una encuesta no puede convertirse en un instrumento de guerra política. Y que un medio de comunicación no puede utilizar cifras dudosas para manipular la voluntad popular.
Una encuesta es una aproximación —y como toda aproximación, debe explicitar sus límites, mostrar su metodología y ser analizada críticamente por los periodistas antes de presentarla al público.
Bolivia necesita seguir profundizando su democracia, y eso implica también democratizar la información.
Las encuestas amañadas, las proyecciones trucadas y los panelistas radicalizados no ayudan a comprender el país; lo distorsionan. Y cuando se distorsiona la realidad, se corre el riesgo de alimentar la frustración, la desconfianza y el desgano ciudadano.
Frente a esto, los bolivianos —desde el altiplano hasta la amazonia, desde los barrios proletarios hasta las zonas residenciales— tenemos una respuesta: seguir votando con conciencia, seguir desmontando con dignidad esas mentiras estadísticas y seguir defendiendo la soberanía del voto.
Porque la democracia no se define en un estudio de televisión, sino en las urnas, en las asambleas barriales, en las comunidades, en ese encuentro real entre ciudadano y boleta.
Las encuestas fallaron nuevamente. Los panelistas quedaron una vez más al desnudo. Y el pueblo volvió a decir su verdad. Ojalá esta lección sirva para que de una vez por todas se respete la realidad.
Mientras tanto, seguiremos atentos, denunciando cada intento de manipulación y recordando que la verdadera encuesta es la que se realiza el día de la elección, cuando millones de bolivianos hablan sin miedo ni intermediarios.
Porque, como decía Galeano, “la realidad tiene más imaginación que todos los encuestadores juntos”. Y también, mucho más coraje.
Por: Marco Antonio Santivañez Soria/