El jueves a las ocho de la mañana, casi pudo escucharse un colectivo suspiro de alivio: la campaña política que marcó el camino a este domingo de elecciones pareció por momentos producto de una especie de apuesta. La República Argentina se ha lucido en esmerilar la capacidad de asombro, pero aun así en los últimos meses se escucharon y leyeron expresiones dignas de una ficción. De Lynch. De Cronenberg. De Enrique Carreras.
Los ganadores del campeonato, por escándalo, fueron los “libertarios”. Menuda tarea hay por delante: así como el macrismo se apropió de un amarillo que era tan simpático en el submarino de The Beatles o el amor de Gustavo Cerati, resulta doloroso el modo en que se arrogaron un término tan bello como “libertad” representantes de un pensamiento tan rancio, tan ofensivo de la verdadera libertad. Como sea, las pantallas, páginas y parlantes dieron cuenta de una competencia de a ver quién decía la brutalidad más grande, cuando no el concepto delirante y hasta lisérgico. Hablar de “guerra” y “excesos” para referirse a una dictadura genocida, romper con el Vaticano, permitirle a un hombre renunciar a la responsabilidad paterna, privatizar y enrejar los mares para salvar a las ballenas o el apocalíptico “ma sí, que estalle todo”, son apenas muestras de un desfile de propuestas que hasta Netflix rechazaría como argumento para sus producciones.
Sería risible si no fuera por ese 30 por ciento de votantes.
La semana pasada, este diario publicó una encuesta entre 100 músiques de diferentes vertientes estilísticas: el 73% optó por Massa; un 23% prefirió el secreto, manifestó indecisión o estar imposibilitado de acudir a las urnas; Bullrich, Schiaretti, Bregman y el sobre vacío recibieron un voto; no hubo una sola mención a Javier Milei. Sí, toda encuesta es un recorte y puede ser orientada, pero es igualmente cierto que encontrar un artista decididamente partidario de Milei es una tarea titánica.
A fines de septiembre, la marcha Más Cultura Siempre dio cuenta de esa tendencia. Y no es casualidad ni novedad. Para los creadores argentinos, el ecosistema sociopolítico brindó a lo largo de los años escenarios aviesos, cuando no directamente avasallantes. En esa dictadura (y la previa de la Triple A) que algunos se empeñan en relativizar, negar o directamente reivindicar, la cultura argentina sufrió un éxodo que llevó tiempo revertir, y en más de un caso se convirtió en residencia permanente: muchos países ajenos pudieron gozar de la obra de argentines que debieron huir de un clima de asfixia.
Pero no se trata solo de los riesgos de una creación libre cuando mandan los dictadores. Lo que se discute en estos días, en todos los aspectos, es el rol del Estado en el desarrollo y difusión de la cultura. Aquellos que se llenan la boca hablando de “los países serios” obvian diligentemente el hecho de que esos mismos países nunca dudan a la hora de disponer de los recursos del Estado para promover aquello que hace a la identidad de un país, y su riqueza artística e intelectual. Esta misma semana se produjo en el Senado un avance en la necesaria creación del Instituto Nacional del Libro Argentino, organismo que puede cumplir la misma virtuosa tarea del Incaa para el cine, el Inamu para la música, el INT para el teatro. Algo similar va sucediendo con la Ley Nacional de la Danza, disciplina sujeta a variables igualmente complejas que necesita, exige, un acompañamiento del Estado.
Hablando, claro, del rol del Estado como impulsor de beneficios para el pueblo.
Lo que está en debate este domingo de elecciones, y es de esperar que en un próximo balotaje, es esa parte de la discusión que nos toca, como a los sectores de la ciencia, el desarrollo tecnológico, la educación. Si la piel de los artistas se eriza ante la mera posibilidad de un motoserrador en la Rosada no es porque quieran “vivir de la teta del Estado”, sino porque es sabido lo que sucede cuando las cosas quedan al arbitrio del mercado. Cuando se desdeña el aporte de la cultura a la riqueza integral de un país. O, para ponerlo en los términos que más agradan a los adoradores del tótem financiero, su aporte económico, la potencia productiva que posee la industria cultural que, aun bajo gobiernos blindados a toda sensibilidad, nunca dejó de crear, producir y, sí, “generar divisas”, el sueño húmedo de los que quieren divisas para poder prontamente fugarlas a un paraíso fiscal.
Después, claro, el área sensible. Los representantes de la cultura han sabido acompañar la lucha de los organismos de Derechos Humanos, no solo por haber sufrido también represiones sino por pura empatía, coincidencia ideológica si se quiere, pero sobre todo por un compromiso con la vida ausente en candidatos entusiasmados con la libre portación de armas o la represión de toda protesta o reivindicación. La negación de los horrores recientes de la historia argentina, la posibilidad de que esa postura llegue a espacios de poder, genera espanto y tristeza: estados de ánimo que a veces pueden estimular nuevas creaciones, pero distan de ser los ideales para ello. O para simplemente vivir.
Un último secuestro no, el de tu estado de ánimo no, plantearon hace décadas los Redondos. La cultura argentina vive momentos de profunda preocupación, pero ya demostró en el pasado que no por eso bajará los brazos. Que el mejor antídoto para la mueca de los payasos del terror siempre será la sonrisa de la cultura. Y que, como cantó León, vendrá el señor tiempo y nos iluminará de nuevo el alma.