Ocurre con el tema de las sanciones, que la mayoría de la gente las entiende de manera fragmentada. Se las asume como referidas a las muy particulares diferencias políticas entre determinados países y el imperio, dejando por lo general de lado la cuestión de fondo que ellas comprenden, ya no nada más como ilegales instrumentos de coerción y de chantaje, en razón del poderío que ejerce en el sistema económico y financiero internacional Estados Unidos de Norteamérica, destinadas a derrocar gobiernos o imponer normas de comportamiento, sino como una forma de gobernar meticulosamente estudiada y desarrollada por los tanques pensantes de ese país en correspondencia con una inequívoca noción de imperialismo, mucho más allá de lo que las sanciones suponen como eventual respuesta contra gobiernos inamistosos para Estados Unidos.
Ciertamente es más que inexplicable que un país que se dice promotor de una noción avanzada de la democracia, como lo es Estados Unidos, recurra de manera tan persistente y sistemática a un mecanismo de presión tan susceptible de ser cuestionado por las naciones del mundo, que en su gran mayoría propugnan un ideario de soberanía y de independencia como base de su sistema político y que, en vez de moderarse de alguna manera, pareciera avanzar cada vez más como el rasgo definitorio de la política exterior de esa nación.
A raíz de la profundización de las sanciones contra Rusia, China, Cuba y Venezuela (en lo que el gobierno norteamericano involucra cada vez más a terceras naciones, a las que amenaza y somete con la aplicación de similares medidas coercitivas si colaboran con los países sancionados), se ha demostrado hasta la saciedad en la práctica la forma en que dichas acciones de hostilidad generan perturbaciones económicas no solo entre las naciones sancionadas, sino a las propias empresas norteamericanas cuya producción depende de la fluidez del intercambio internacional de materias primas o de productos elaborados.
Voceros de los círculos políticos más importantes del propio Washington han denunciado las medidas coercitivas unilaterales como arcaicas e ineficientes, vistos los exiguos resultados que en términos de cambios políticos las mismas han arrojado en países como Irán y como Cuba luego de más de medio siglo de aplicadas ininterrumpidamente sin que surtan efecto alguno, como no sea hacer sufrir a esos pueblos de la manera más cruel e inhumana.
Las sanciones a grandes consorcios tecnológicos chinos, como Huawei, o a las exportaciones rusas de energía y de cereales, o a las petroleras de Venezuela hacia sus mercados naturales, lo único que han logrado hacer (salvo en el caso venezolano, donde sí han generado un profundo daño al pueblo que han puesto a padecer de hambre con esa demencial presión) es poner en aprietos a vastos sectores de la economía a lo largo y ancho de los cinco continentes. Lo que, sin lugar a dudas, hace mucho más desconcertante para algunos la persistencia de Estados Unidos en la práctica de la sanción en procura de cambios de regímenes políticos en aquellos países que no le resultan agradables o no le son complacientes.
Pero la reacción que genera cada vez con mayor frecuencia en el ámbito internacional la arbitraria práctica de las sanciones, no es solamente por su carácter distorsionador de la economía mundial (que coloca siempre el grueso de la boca del embudo económico hacia Estados Unidos y la parte más estrecha hacia el resto del mundo), sino en virtud de su naturaleza imperialista, usualmente autoerigida por encima del derecho internacional y de las barreras de soberanía por las que se rigen las naciones del mundo, imponiendo así a diestra y siniestra normas y leyes de manera extraterritorial como si los demás países estuviesen sujetos a sus mandatos legales.
Se le atribuye a Estados Unidos el carácter de violador del derecho internacional porque, efectivamente, sus acciones transgreden la normativa de las naciones en materia de soberanía e independencia. Solo que es esa una apreciación enfocada desde la óptica de aquellos países que se rigen por la lógica de la coexistencia y la convivencia entre iguales que surgió luego de la segunda guerra mundial, y que dio origen a la Organización de las Naciones Unidas.
En ese sentido, desde escenarios como el Consejo de Seguridad de la ONU, aun siendo una instancia en la que un reducido grupo de países poderosos secuestraron aquel anhelo de igualdad originario, se intenta ponerles restricciones a esas transgresiones. Restricciones que se topan siempre de frente con la filosofía imperialista en la que se fundamenta la cultura política norteamericana.
En “¿Por qué las sanciones son una forma de guerra?”, Stuart Davies e Immanuel Ness, dos de los más prestigiosos pensadores norteamericanos del siglo XXI en la materia, sostienen: “Estados Unidos ha mantenido un nivel económico, político, militar y cultural global incomparable a lo largo de 70 años, desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, reforzado con la caída de la Unión Soviética y el fin de la Guerra Fría en 1991. Sin embargo, en la década de 2010, la esfera de dominio estadounidense en esas cuatro áreas ha sido objeto de una renovada controversia a nivel global. Lo más notable es el ascenso de China como motor de desarrollo y crecimiento económico en Asia Oriental y más allá, así como el resurgimiento de la Federación Rusa como un formidable competidor militar en Europa y el Oriente Medio. Esta forma de rivalidad, que ha evolucionado hasta el 2020 amenazando el dominio norteamericano en esas cuatro áreas, es definitiva. Lo que significa que la dominación ha dado lugar a un nuevo escenario para defender y hacer avanzar sus ventajas imperialistas”.
“Si bien las sanciones económicas —dicen— tienen como objetivo castigar a los individuos, organizaciones y Estados responsables de violar los derechos humanos, estas se extienden cada vez más para incluir a poblaciones enteras, incrementándolas al prohibir a todos los demás países participar en actividades económicas con los sancionados. Como resultado, las sanciones económicas castigan de hecho a poblaciones enteras de estados nacionales”.
“Estados Unidos y sus aliados han aplicado sanciones económicas como medio para fomentar la disidencia, con la esperanza de desestabilizar a líderes y partidos gobernantes (a menudo calificados como “regímenes”) para derrocarlos y expulsarlos del poder y colocar en él a líderes que apoyen las políticas norteamericanas”.
“Si esos países están sufriendo recesiones y colapsos económicos importantes —concluyen los estrategas gringos— esas ONG’s que Estados Unidos promueve, desempeñan un papel decisivo en la selección de esos líderes alternativos. Una de las razones más importantes de las sanciones como aspecto vital del imperialismo”.
En síntesis, lo que en algún momento pudo ser un dilema existencial y ético de cierta envergadura para la sociedad norteamericana, como lo fue luego de su estruendosa derrota en la guerra de Vietnam a finales de los años setenta, el debate acerca de la veracidad o no de que Estados Unidos fuese un imperio (o, en el menor de los casos, que se comportara como tal) pareciera no tener hoy la menor importancia, sobre todo en los estamentos políticos que, según filósofos como Noam Chomsky, no son de ninguna manera distintos en cuanto a su percepción del rol dominante que, según ellos, debe desempeñar Estados Unidos en el escenario internacional, de acuerdo con la letra del “Destino Manifiesto” entre los miles de documentos oficiales que a través del tiempo han remarcado exactamente la misma idea de su supremacía.
Richard Nephew, quizás el más calificado estratega de Estados Unidos en materia de sanciones, escribe en su famoso libro El arte de las sanciones; una visión sobre el terreno, considerado en Estados Unidos la biblia sobre el tema, “Mi perspectiva es la de un responsable de la formulación de políticas que dedicó su carrera profesional a diseñar y aplicar sanciones. Lo que yo aspiro es hacer una evaluación de factores básicos: ¿cómo infligen dolor las sanciones?; ¿cómo actúa el dolor?; ¿cómo el dolor se traduce en una acción por parte del sancionado?; ¿cómo funciona la resolución?, ¿cómo se comunica y cómo afecta el resultado del esfuerzo de las sanciones?”.
“Cientos de libros y artículos escritos en las últimas décadas —sigue Nephew— han tratado de ahondar en el tema central: ¿Funcionan las sanciones? ¿Cómo lo hacen? Cada una de esas obras contribuye a alimentar el debate acerca de las sanciones, su eficacia y el lugar que ocupan como herramienta del arte de gobernar moderno”.
Es obvio que ya no se trata solamente de pensadores de derecha disertando en las academias o a través de la literatura sobre esa demencial forma de entender las sanciones como una nueva modalidad de gobierno imperialista sobre el resto del mundo.
El problema es que hoy esos pensadores son funcionarios de alto rango, con responsabilidades en el diseño y planificación de políticas públicas, que forman parte de la estructura del Estado, lo que demuestra sin lugar a equívocos que definitivamente para esa nación la democracia es ya un modelo agotado e inviable, desplazado por una nueva forma de gobierno, hegemónico, abiertamente totalitario, que se pretende a sí mismo por encima de todo cuanto hasta ahora ha contemplado el derecho internacional como la norma universalmente aceptada de entendimiento entre las naciones.
Las sanciones son apenas herramientas que, además de darle, por supuesto, réditos económicos importantes y una progresiva concreción práctica a su presencia en el mundo, le sirven a Estados Unidos para ir posicionando cada vez más en la mente de la gente la nueva realidad del dominio de carácter eminentemente imperialista que pretende imponer.