Una civilización que se muestra incapaz de resolver los problemas que suscita su funcionamiento es una civilización decadente. Una civilización que escoge cerrar los ojos ante sus problemas más cruciales es una civilización herida. Una civilización que le hace trampas a sus principios es una civilización moribunda.
Aimé Césaire
Son años en que la perplejidad gana terreno. Entender los signos de los tiempos pareciera acercarnos al mito de Casandra, la que profetizó la destrucción de Ilión y no fue escuchada. Son meses marcados por un concepto esquivo que cruza nuestras vidas —porque la guerra cognitiva se encuentra entre nosotros y no deja espacio para ningún tipo de neutralidad—. La vieja discusión que se iniciara a finales de 1790 con el llamado “Arte por el arte” y sus impugnadores posteriores del “Arte comprometido” fenece frente a nuestros ojos. Puesto que el cerebro humano se ha vuelto un objetivo de guerra, existiendo, además, las condiciones materiales, científicas y sociales para la implementación de la misma.
Son días en que el idioma de los misiles nos obliga a levantar la cabeza y extender la mirada más allá del desierto, la cordillera y el océano, para preguntarnos acerca del país que imaginamos. Tal compromiso es propio de quienes sienten alguna responsabilidad con el suelo patrio, con el sabor de su tierra, su música, su canto y su escritura. No obstante, ese sueño de futuro, salvo honrosas excepciones, se encuentra subsumido por las esperanzas y fracasos de otros. Porque parece menos riesgoso imaginar desde la cosmovisión anglosajona, en clave cinéfila o —a propósito de la reciente visita del presidente francés Macron— dejándonos iluminar por la Torre Eiffel. De uno u otro modo, la larga y angosta faja de tierra nunca ha escapado a un viejo dicho de cuna terrateniente: “Talca, París y Londres”.
Desde esa sombra de colonialidad eurocéntrica, hecha habla y percepción de mundo, hemos construido proyectos de emancipación como el de nuestra primera independencia y —bien avanzado el siglo XX— el llamado “socialismo de empanada y vino tinto”. Ambas experiencias tuvieron los ojos y el corazón puestos en Europa. Por sesgo cultural y racial, pocas veces nos hemos interesado en el Caribe. Existen fundamentos históricos, fruto de los orígenes de las corrientes de ideas asimiladas que sustentan tal actitud. Sin embargo, la Revolución cubana en la década del 60 y la nicaragüense durante el 80 son una excepción. Aunque la preferencia de los intelectuales chilenos de los años 70 y 80 eran Lenin, Althusser, Gramsci o el húngaro Gyorgy Lukács. Todos, un aporte a las discusiones del período.
En el encuadre señalado, la pequeña isla de Grenada y su proceso revolucionario, cargado de profundas contradicciones, es la viva imagen del abuso ultimado por la hegemonía militar norteamericana. Es la insignia perpetua del castigo contra quienes han pretendido y pretenden lograr la soberanía y autodeterminación.
Kris Gonzalez, poeta, artista plástica y diplomática venezolana nos vuelve a instalar en el peso de la historia pasada y presente. Lo hace por medio de un texto que vincula el deseo propio de rescatar la figura del héroe trágico, instalando un diálogo a modo de entrevistas con quienes lo conocieron y compartieron el proyecto que marcó a sangre y fuego sus vidas. El texto se subdivide en una introducción, más un conjunto de seis capítulos, donde las personas escogidas y que quisieron colaborar con la investigación entregan una mirada curtida por el tiempo, por los dolores, por las esperanzas, por la proyección inesperada del propio Maurice. En esa perspectiva, resulta esclarecedor visualizar cómo las entrevistas ingresan en tonos y bifurcaciones sorprendentes. Luego contiene 5 anexos, donde la contundencia de Bishop es notoria: “en cuanto a Grenada, sugerimos convertir el caribe en una zona de paz, independencia y progreso, en armonía con los principios de la política exterior: reconociendo el derecho de soberanía de cada Estado de elegir el camino hacia el desarrollo que responda a la voluntad de sus pueblos” (pág.143).
Bishop asimila la historia de conquista, exterminio, esclavismo y desolación en sus decisiones políticas. Maurice era un marxista, de su arco de reflexión no escapa Césaire y su interpelación a la cultura colonial; Fanon y los procesos de blanquitud como línea ecuatorial entre el ser y no ser, más profunda que el color de piel; seguro no era ajeno a un pensador como Oliver Cox y su anticipada concepción del sistema mundo capitalista, entre otros temas destinados a enriquecer la cartografía de los marxistas negros.
Hago hincapié en la propuesta diseñada para el lector, porque se entrega la palabra a esas voces (otras) como registro histórico de esa alteridad que cobró vida a finales de la década del 70 y fue cercenada en 1983. Entonces el testimonio cobra potencia cuando además vuelves a la voz original, a ese destello de estela permanente e impensada.
Por: Omar Cid/
Chileno, escritor, master en Escritura Creativa