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Gustavo Veiga

Milei y los productores de sentido

La libertad avanzó como armada Brancaleone, con altas dosis de negacionismo, misoginia, violencia ritual, favores y cargos por sexo, y un candidato a presidente que ayudaron a crecer los medios. Los productores de sentido bebeados por un punto más de audiencia televisiva, ¿no deberían hacerse cargo? Si gana el 22 de octubre, el monstruo también podría venir por ustedes desde la Casa Rosada. Porque si fuera coherente con su ideario de jibarizar el Estado, si lo que propala lo bancara con el cuerpo, tendría que terminar con sus pautas publicitarias oficiales. ¿Las dinamitará como pregonó hacerlo con el Banco Central?

Javier Milei seguro medía. Un punto más o medio punto menos, pero mucho antes de que apareciera en las encuestas electorales con un horizonte de expectativa que hoy apabulla. Medía en el rating por las bravuconadas que iba diciendo, por su estilo friki pero también alborotador, de economista ramplón y arquero de Chacarita con el pelo revuelto como sus ideas. El personaje ideal para aguijonear conciencias adormecidas y vomitar tanta bronca acumulada. Un personaje audaz, con un discurso en apariencia rupturista pero ultraconservador en materia política, social y religiosa. Un enmascarado que abomina de la justicia social, un insensible gritón y descarado. Un personaje muy a tono con la época, de ultraderechas nostálgicas del medioevo, que exponen dialécticas confusas donde mezclan el arte pop con la libre portación de armas, las críticas a la ESI con la libertad de vender órganos, la reivindicación de Domingo Cavallo, Jair Bolsonaro y los españoles de Vox —nostálgicos del franquismo—, con un declamado “anarquismo de mercado”, que poco tiene de Bakunin y Kropotkin. Ese apotegma con el que se identifica el economista fascistoide, el huevo de la serpiente que nadie vio venir, ni siquiera los sesudos encuestadores. Carlos Maslatón, alguien con el que Milei compartió espacio e ideas, dijo que “es lamentable, pero en las bases de los libertarios de la Argentina se ha concentrado la mayor cantidad de nazis y militantes antijudíos”. La candidata a vicepresidenta del espacio es Victoria Villarruel, hija de un represor de la última dictadura y la voz piadosa de los genocidas envejecidos o de lo que llama “memoria completa”.

El 21 de agosto se cumplirán 52 años del golpe militar encabezado por el entonces coronel Hugo Banzer. La fecha, por de más funesta, convoca a reflexionar no solo sobre lo que fueron los siete años y algo más de dictadura que enlutaron a miles de familias bolivianas. Por cierto, no fue un gobierno más de las FFAA acostumbradas a liderar masacres contra el pueblo trabajador, como se puede constatar en las páginas de la historia. Aquel fue un régimen que instauró una tenebrosa maquinaria criminal desde el mismo Estado. Su sello fascista no solo tuvo manchas de sangre de cientos de compatriotas torturados y asesinados. Tras el golpe del 21 de agosto de 1971, la prensa de entonces reporta 27 muertos y más de un centenar de heridos. La resistencia del pueblo a la asonada golpista cobraba sus primeras víctimas mientras un manto de terror comenzaba a extenderse en todo el territorio nacional. A horas de instalados los golpistas en el Palacio Quemado, en la edición del domingo 22 de agosto, el periódico Presencia publica una nota brevísima, casi perdida en su primera plana: “La radio Nacional de Cochabamba, a la 1 y 15 de la madrugada, transmite un mensaje procedente de Tarija que textualmente dice: ‘Si nuestro líder el Cnl. Hugo Banzer Suárez, no nos habla en persona desde La Paz a todo el país hasta la hora 6 de este domingo, en la plaza principal de Tarija serán fusilados los extremistas rojos capturados y al mismo tiempo fusilaremos a todo elemento de filiación comunista’. Firma el mensaje el My. Hugo Toro a nombre del Estado Mayor de Tarija”.

Aquella proclama brevísima, aquella amenaza pública en verdad, dibuja con exactitud el carácter de quienes se articularon bajo la imagen del caudillo militar que no dudó en descargar todo su odio hacia militantes revolucionarios y montar una maquinaria criminal al amparo del Gobierno de las FFAA, la embajada americana y la acción de grupos paramilitares que se encargaron de perseguir, torturar y asesinar a cuanto boliviano tuviese filiación de izquierda. El mismo 22 agosto de 1971, Presencia abre su edición con un gran titular a cinco columnas: “Triunvirato militar reemplaza al Gobierno del Gral. Torres”, aquella junta militar estaba conformada por el Gral. Jaime Florentino Mendieta y los coroneles Hugo Banzer y Andrés Selish, el ala más radical de las FFAA a la que se sumaron partidos que hasta ese entonces eran “irreconciliables enemigos”: Falange Socialista Boliviana (FSB) y el Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR), los que en realidad no hacían más que expresar intereses de los grupos oligárquicos ultrarreaccionarios, separatistas (en el caso cruceño), que se alinearon a la conspiración para escaramuzar dictadura y la voz piadosa de los genocidas envejecidos o de lo que llama “memoria completa”.

La discusión política en manos de estos candidatos y a tono con aquella frase excrementicia de Mauricio Macri sobre “el curro de los derechos humanos”, retrocedió a la época de las catacumbas, a un pasado oscurantista que reverdece. Nos devuelve ahora a tiempos de la democracia en pañales cuando ya llevamos transitados 40 años ininterrumpidos que incluyeron rebeliones carapintadas, leyes de impunidad, aparatos represivos que siguieron intactos (¿dónde está Jorge Julio López?) y luchas de los organismos de Derechos Humanos que continúan para saber qué hicieron con nuestros desaparecidos.

Los medios que le dieron cámara, micrófono, audiencia y continuidad sistemática a ultraderechistas como Milei, remedo de Donald Trump y Jair Bolsonaro, deberían hacerse cargo de este producto que de tanta publicidad que recibió, se transformó en objeto de propaganda. No solo es cuestión de analizar o polemizar con el electorado que usó como herramienta de su enojo a este defensor de las peores causas para expresar su rechazo a políticas tibias y pusilánimes. A políticas que, en definitiva, no resolvieron hasta ahora problemas básicos de su existencia.


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