Apenas se supo que el entonces candidato, maestro y campesino Pedro Castillo participaría sorpresivamente en la segunda vuelta presidencial que se realizaría en mayo de 2021, el mundo conservador peruano se radicalizó.
Debido al anunciado choque entre el statu quo y las bases populares, entraba Perú en una “zona de riesgo” en la que podían surgir situaciones tumultuarias como las que habían vivido todos sus vecinos (Chile, Ecuador, Bolivia y Colombia) los años recientes.
Los sectores populares tenían un candidato con agenda izquierdista, y el establecimiento peruano, aunque hizo lo posible, no pudo parar su triunfo electoral.
Ya en el Gobierno, Castillo mantuvo cierta estabilidad a pesar de todos los ataques en su contra y no se atrevió a convocar a la calle a sus grupos de apoyo. Pero el estallido era solo cuestión de tiempo.
El clímax de la crisis de la institucionalidad política se vivió el 7 de diciembre, cuando el entonces Presidente elegido por voto popular anunció su decisión de cerrar el Congreso y llamar a un proceso constituyente. A las pocas horas, las Fuerzas Armadas le daban la espalda y el Poder Legislativo respondía deponiendo a Castillo y nombrando como presidenta a la entonces vicepresidenta, Dina Boluarte.
Después de este acontecimiento, vino la debacle
El martes 7 de marzo se cumplieron tres meses del día en el que Perú entró a un convulsionado periodo de crisis que aún no sabemos cómo va a terminar y que tiene a toda la sociedad en ascuas.
16 meses de Gobierno
El expresidente Castillo logró realizar una campaña presidencial aluvional y exitosa, basada en divulgar una especie de populismo simbólico, en el que el campesinado y los sectores rurales se vieron representados.
Así llegó Castillo a la Presidencia peruana, respaldado por el partido Perú Libre que, aunque era el de mayor bancada en el Legislativo, no tenía el suficiente poder para soportar el gobierno por mucho tiempo.
Pero la cuestión central del asunto es histórica
Lima y el establecimiento peruano, compuesto por las clases altas y medias, de blancos y mestizos, junto a una derecha muy reaccionaria, jamás le perdonaron el triunfo electoral a Castillo. Ya habían preferido apoyar en segunda vuelta al fujimorismo (representado en Keiko Fujimori, líder de Fuerza Popular) que dio un golpe al Congreso (1992) que sí fue bien visto por las Fuerzas Armadas y el statu quo económico.
La disolución del Congreso que intentó Castillo de manera ingenua e ineficaz no fue la principal razón de su derrocamiento, sino la excusa que necesitaba la derecha peruana.
Luego de dos fallidas demandas de vacancia por “incapacidad moral” ante el Congreso, un sinfín de denuncias en su contra por parte de la Fiscalía y la ofensiva más reaccionaria que se haya visto en los medios de comunicación peruanos, finalmente, ante la tercera solicitud de remoción se produjo la salida de Castillo, su encarcelación, y una humillación que no solo tocó a él, sino a lo que representaba con su sombrero, su lápiz y su caballo.
‘Día D’
La crisis institucional que culminó con la destitución de Castillo automáticamente cambió la esfera de controversia: la sacó de las instituciones y las encendió en las calles, de dónde no han salido.
El acontecimiento de aquel 7 de diciembre ha producido, como respuesta, multitudinarias movilizaciones, tomas de aeropuertos y plazas, cientos de carreteras bloqueadas, decretos de estado de emergencia, más de 60 muertes y una demanda popular hecha a gritos: el cierre del Congreso y la renuncia presidencial.
En total, tres meses de la peor desestabilización que se recuerde en la historia reciente peruana y un quiebre social interno.
Dicho quiebre se evidenció primero como una confrontación regional. Las protestas se localizaron en el sur indígena y campesino del país y alguna otra región. Pero a mediados de enero, el centro de atención se trasladó a Lima, en donde permanecen los manifestantes.
El conflicto llega a Lima
La contradicción cultural y política entre Lima y el resto del país, que durante las primeras semanas del conflicto se había circunscrito a las regiones indígenas y campesinas del sur, se trasladó a la capital el 19 de enero, día de la ‘Marcha de los Cuatro Suyos’. A partir de allí las protestas no han amainado en Lima, en sus principales calles, en los alrededores del Congreso y hasta en las zonas comerciales y empresariales.
El allanamiento a la Universidad San Marcos ocurrida el 21 de enero ya significaba una ruptura en la cadena hegemónica oficial, en tanto multiplicó las críticas no solo en los sectores en lucha, sino también en sectores medios capitalinos que recordaron, con esta acción, el ‘modus operandi’ del régimen fujimorista.
Con el lamentable fallecimiento de Víctor Santisteban el 28 de enero, los decesos de manifestantes en las movilizaciones, así como toda la presión, se trasladaron a Lima.
A comienzos de marzo, los movimientos sociales convocaron a la ‘Segunda Toma de Lima’, en la que llegaron a la capital miles de manifestantes de todo el país, con las mismas demandas.
El conflicto no amaina y Lima sigue en la mira de los movimientos sociales.
El juego de Washington
Una vez llegado el conflicto a la capital, la canciller Ana Cecilia Gervasi informó de su visita oficial a Washington el 30 de enero para efectuar un “dialogo bilateral de alto nivel”.
La canciller regresó y enseguida, tanto el Congreso como la Presidencia, borraron de la agenda el tema del adelanto electoral que se había prometido para calmar las calles.
Ya no parece una preocupación presidencial aminorar el choque social, sino que, por el contrario, se está naturalizando el nuevo paisaje de una sociedad enfrentada, sin mecanismo alguno que conlleve a superar la crisis. Por ahora Boluarte privilegia su gestión: “No nos vamos a detener en esa situación (de crisis y de inexistencia de elecciones) (…) Nosotros como gobierno tenemos que hacer gestión, tenemos que gobernar”.
Después del viaje a Washington de la canciller, el Ejecutivo prolongó el “estado de emergencia” en el sur y centro del país, que incluye restricción a los derechos de inviolabilidad del hogar, libertad de reunión y libertad de tránsito. En algunas de las regiones se estableció “toque de queda” a partir de las 20:00 hasta las 04:00 horas.
En paralelo a la negativa del Legislativo de poner fecha a las elecciones se produciría una escalada en la respuesta represiva del Estado.
No obstante, la conflictividad no ha cedido y la legitimidad del Congreso se hunde en medio de un nivel de rechazo que según varias encuestas ronda el 90 %, lo que no le hace mella en su decisión de perpetuar el poder, pero aumenta el malestar social.
Varios congresistas y sectores políticos, incluido el presidente depuesto, han considerado que la porfía del estatuto político de no convocar a comicios se debe a que 2023 es un año estratégico para la renovación de varios contratos de ley en materia de minería, hidrocarburos y gas, que están a punto de actualizarse y que las transnacionales pretenden mantener en las condiciones favorables que el neoliberalismo imperante les ha concedido.
Sin fecha de elecciones, y con una grieta social en plena explosión, la incertidumbre se ha apoderado de uno de los países más estables de la región. Este martes, la presidenta Boluarte ha tenido que comparecer ante la Fiscalía por las muertes en las manifestaciones.
Han pasado ya tres meses del comienzo del estallido peruano y no se vislumbra una salida a la crisis.