Hoy cuando se tienen 35 años, solemos decir ¡qué joven se es! Y es cierto. Esa edad tenía Antonio José de Sucre, el Gran Mariscal de Ayacucho, cuando una bala traicionera y por antonomasia, cobarde, lo mató por la espalda, cuando pasaba por la quebrada de Barruecos en Colombia, un día como hoy 4 de junio de 1830. El Libertador Simón Bolívar, al conocer la noticia, con gran afectación dijo: “Se ha derramado, Dios excelso, la sangre del inocente Abel… Lo han matado porque era mi sucesor”.
Con solo 35 años de edad su vida fue tan intensa como solo pueden ser las vidas de quienes dedican su existencia a causas justas. Sucre abandonó toda aspiración individual mezquina, aunque las condiciones materiales de su niñez podrían haberle permitido vivir tan lejos del dolor que le significó en reiteradas ocasiones la lucha, el triunfo, la consagración y la traición que terminó con su vida.
En Ayacucho, la batalla triunfal sellaría tres siglos de pertenencia como colonias al reino de España. Antonio José de Sucre comandó esta gesta heroica, donde se destacó por su estrategia e inteligencia para enfrentar al ejército Realista que superaba en número y armamento al de los patriotas. La derrota de los españoles daría la independencia a Perú, último país de la región en liberarse del imperio ibérico. Fue el Parlamento peruano —en ese entonces— que nombró a Sucre general en jefe de los ejércitos y le otorgó el título de Gran Mariscal de Ayacucho como reconocimiento a su labor independentista.
Fue también el primer Presidente de la naciente República de Bolivia, encargado de redactar la primera Constitución que sería la base para otras constituciones de los nuevos países libres de la Gran Colombia.
Actualmente, los héroes son animados, no existen más que en la imaginación de guionistas, proyectados en las pantallas de cine y televisión, y la gente los mira y admira mientras come pipocas. Sucre fue un héroe verdadero, un ser humano extraordinario, único. Desde sus 15 años de edad estuvo luchando por la liberación. Nadie actualmente conoce, gracias a grandes mujeres y hombres como él, lo que es vivir y ser súbdito de un país colonia, que nuestros destinos sean dirigidos desde otros confines, con intereses de un reino al que no le importa el pueblo que trabaja para alimentar la fortuna de una monarquía vacua, como se puede apreciar todos los días actualmente por la prensa.
Mi gran Mariscal de Ayacucho, fuiste un venezolano con la sangre de tu tierra latiendo cada día por tus venas, has honrado a todas y todos con tu accionar valiente e íntegro. Cualquier adjetivo queda pequeño frente a tu grandeza.
Hoy las clases traidoras que te expulsaron cobardemente, las que tramaron y pagaron por tu muerte a unos cuantos sicarios, siguen —lamentablemente— existiendo, traicionan tu memoria, permitiendo al imperio entrar en territorios por ti liberados. Pero ya no somos colonia, crecimos en libertad y dignidad, no mancillaremos tu nombre ni el de tantas otras y otros héroes grandiosos.
Tu cuerpo estuvo 70 años sin sepulcro conocido, hasta tus restos se temía que fueran profanados porque los cobardes en su desesperación no respetan ni la muerte. Tu historia de ese trance tan amargo la cuenta de manera brillante el escritor boliviano Ramón Rocha Monroy en la novela Qué solos se quedan los muertos, que honra tu vida desde tu muerte. Tu eternidad permanece acá en todas estas tierras por ti liberadas. ¡Gloria al Gran Mariscal de Ayacucho!