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Iván Bellot

Una victoria ajena y entrañable

En algún rincón de la memoria, entre los ecos solemnes de la Plaza Roja y el bullicio de la Plaza Murillo, aún se celebra —con desfiles, marchas y alguna lágrima— la victoria en la llamada Gran Guerra Patria.

Aquella cruzada de acero y nieve en la que el pueblo soviético, a puro coraje y metralla, le dijo “niet” al fascismo alemán. Mientras tanto, en Bolivia, todavía se debatía si el verdadero enemigo era el comunismo, la inflación o los indios.

Porque, mientras en Europa caían bombas, en nuestro país caían gobiernos.

En Stalingrado, los obreros soviéticos, con fusil y fábrica al hombro, frenaron al ejército nazi con una determinación tan férrea como la de los defensores del fortín Boquerón en la Guerra del Chaco, sin rendirse frente a la adversidad más brutal. Allá no había tiempo ni para llorar a los muertos: el mismo que enterraba a su camarada al amanecer, por la tarde tomaba el fusil para defender una fábrica hecha ruinas.

Y aunque el bigote de Stalin se inmortalizó en fotos y estatuas, aquel sacrificio inconmensurable del Ejército Rojo fue por la abuela que remendaba uniformes en Leningrado, por el campesino de Uzbekistán que mandaba pan al frente, por el niño que, en lugar de jugar con canicas, aprendía a armar granadas. Fue una guerra del pueblo, con el pueblo, y para que el pueblo siguiera existiendo.

La victoria llegó un 9 de mayo de 1945. Porque para los soviéticos el tiempo se mide distinto: ellos ganaron cuando tomaron Berlín, no cuando los yanquis dijeron “hemos ganado”. Fue allí, en las ruinas del Reichstag, donde la hoz y el martillo ondeó sobre la cruz gamada, mientras en la Plaza Murillo, dentro del Congreso Republicano —de estilo francés—, algunos seguían jurando que la libertad venía en receta importada, y que el verdadero enemigo era el obrero que pedía salarios justos y el campesino que pedía tierra, dignidad y soberanía sobre los recursos naturales.

¿Y por qué lo celebran con tanto fervor hasta hoy? Porque fue la única vez que se derrotó al fascismo a lo macho y a lo pobre, sin ayuda de Hollywood. Porque veintisiete millones de muertos no se olvidan, ni aunque cambies de sistema, de escudo o de constitución. Porque esa guerra fue la prueba de que el pueblo —cuando se enoja de verdad— es invencible.

Y sí, tal vez a nosotros nos tocó verla desde la tribuna de la historia, desde nuestras alturas, escuchando la radio Illimani. Pero algo aprendimos: que cuando el pueblo se une —no en discurso, sino en trinchera— ni el más rubio de los imperios puede con él. Y que la historia, la verdadera historia de los pueblos, se escribe desde abajo, con frío en los huesos y fuego en el alma.

Por: Iván Bellot/


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