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Nayra Agreda

Urkupiña y la crisis urbana de Quillacollo: entre la fe, el comercio y el caos vial

La ciudad de Quillacollo, integrada en la metrópoli lineal de Kanata, es un ejemplo paradigmático de cómo la ausencia de planificación y gestión urbana ha convertido un territorio con alto valor estratégico en un cuello de botella permanente.

Su ubicación sobre la avenida Blanco Galindo —tramo urbano de la Ruta Nacional N° 4, eje que conecta el país de oeste a este— la sitúa en el corazón de un corredor fundamental para el transporte metropolitano e interdepartamental. Cualquier bloqueo, evento o deterioro en esta arteria impacta no solo a Quillacollo, sino a toda la conectividad nacional.

Sin embargo, su infraestructura vial y peatonal se encuentra en estado crítico: calles intransitables por los baches, y un espacio público asfixiado por el desorden y la ocupación privada. Comerciantes y transportistas se apropian del bien común con la complicidad de las autoridades municipales. El resultado es un sistema urbano incapaz de responder a las necesidades de movilidad, seguridad y derecho a la ciudad.

En este contexto, la festividad de la Virgen de Urkupiña actúa como un amplificador de estas contradicciones. Organizada sobre una base de precariedad estructural, instala graderías sobre la Blanco Galindo, improvisa paradas de transporte público y permite la instalación desordenada de comerciantes que bloquean tanto el tránsito vehicular como peatonal.

Durante los días de la festividad, el recorrido procesional está dispuesto en sentido norte-sur, interrumpe la conectividad este-oeste sobre un eje vital. Esto genera embotellamientos que afectan a trabajadores que se desplazan hacia Cercado, a viajeros interdepartamentales y al transporte pesado. La gestión municipal, lejos de integrar la festividad a la dinámica cotidiana, mantiene un trazado que sacrifica la funcionalidad metropolitana y vulnera el derecho a la movilidad.

El problema no es la festividad en sí, sino su diseño y gestión. El recorrido bloquea un eje estratégico; la cultura y la fe se subordinan a fines comerciales; y los beneficios se concentran en pocos actores: propietarios de inmuebles que alquilan graderías y venden alcohol sin proveer baños públicos adecuados, comerciantes externos y operadores de transporte desordenado. Los costos —sociales, ambientales y de movilidad— recaen sobre la población en general.

Tampoco la experiencia del asistente o bailarín es óptima. Quienes participan invirtiendo en trajes y coreografías ven invadido su espacio por transeúntes sin control. Los espectadores que pagan por graderías sufren la falta de comodidad, seguridad y servicios sanitarios. Tras la entrada, las calles quedan cubiertas de basura, con olores desagradables y personas en estado de ebriedad ocupando las aceras. La fiscalización del Gobierno Autónomo Municipal (GAM) es mínima, y las graderías no se retiran de inmediato, obstruyendo el espacio público.

Urkupiña debería ser tratada como un fenómeno urbano integral, capaz de articular cultura, movilidad y espacio público. Esto exige romper con la lógica del “dejar hacer” que privatiza lo común, y adoptar una gestión metropolitana que priorice el interés colectivo sobre intereses sectoriales. Entre las medidas posibles: rediseñar el recorrido para permitir el flujo continuo por la Blanco Galindo, trasladándolo a avenidas con capacidad vial como la Ferroviaria (cuatro carriles) en vez de calles de baja capacidad como Soruco (dos carriles); habilitar rutas alternas en buen estado para transporte pesado y flotas; establecer zonas peatonales temporales; instalar suficientes baños públicos; y regular de forma estricta la instalación y desmontaje de graderías y puestos de comercio.

Una planificación de este tipo no solo preservaría la movilidad durante la festividad, sino que convertiría a Urkupiña en un evento cultural que conviva armónicamente con la vida cotidiana de la ciudad, fortaleciendo su carácter integrador y transformando un conflicto urbano recurrente en una oportunidad para reordenar y dignificar el espacio público de Quillacollo.

Por: Nayra Agreda/

Arquitecta-urbanista y magíster en Ciencia de Datos


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