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El legado de Simón Bolívar y la memoria que resiste en mármol

El Cementerio General de La Paz es más que un camposanto. Es un museo al aire libre, un aula de historia, un espejo de la sociedad boliviana.

En la madrugada del 16 de enero de 1826, mientras los ecos de la independencia aún resonaban en el Alto Perú, el Libertador Simón Bolívar descendía por los valles de Misque rumbo a Cochabamba.

A su lado, un ejército cansado pero victorioso lo acompañaba en una travesía que no era sólo militar, sino fundacional. Su despedida del general Antonio José de Sucre, su paso por las ciudades del altiplano y su mirada puesta en el Perú estaban también cargados de instrucciones para moldear el nuevo país.

Una de esas órdenes, aparentemente menor pero profundamente transformadora, se convirtió en el germen de una política pública que perdura hasta hoy: la construcción de cementerios fuera de los centros urbanos.

Bolívar, perturbado por los olores pestilentes y las enfermedades que se multiplicaban en los pueblos, denunció el uso de iglesias como lugares de entierro.

“Las calamidades que sufre la población tienen su origen en ese abuso vergonzoso”, escribió.

Desde entonces, los muertos fueron desplazados hacia los márgenes, y con ellos nació un nuevo paisaje: los cementerios republicanos.

CIUDAD DE LOS QUE FUERON

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Cinco años después, en 1831, La Paz inauguró su Cementerio General en el barrio Las Panaderas, sobre una colina donde el silencio tiene ecos de historia. Allí descansan presidentes, poetas, militares, obreros y artistas. Allí, en más de 40 hectáreas, habitan dos millones de nombres y apellidos que alguna vez caminaron por las mismas calles que hoy pisan los paceños.

Lo que empezó como una medida sanitaria se convirtió con los años en un archivo vivo de la nación.

Cada escultura, cada mausoleo, cada nicho habla del arte de su tiempo, del dolor de una época, del poder de una familia. Y aunque el deterioro amenaza parte de su legado —manos mutiladas de esculturas, mármoles desgastados por el viento— el cementerio aún se resiste al olvido.

MEMORIA VIVA

Hoy, cuando el sol se filtra entre las sombras de los mausoleos neogóticos y las ramas del eucalipto, son los “aguateros” y los niños guías quienes mantienen viva la historia.

Ellos, con voz pausada y ojos brillantes, explican a los visitantes el significado del Cristo Indio, del Mausoleo de Notables o del soldado explorador. Hablan de Hilarión Daza, de René Barrientos, de los “lanceros” anónimos de la independencia.

Repiten una frase que se ha vuelto emblema en este lugar donde la muerte no es final sino relato: “La muerte no es nada, el olvido es todo”.

HISTORIA ENTRE LÁPIDAS

El Cementerio General es más que un camposanto. Es un museo al aire libre, un aula de historia, un espejo de la sociedad boliviana.

A través de sus tumbas se puede leer la evolución del país: de las repúblicas conservadoras a los gobiernos militares, del mestizaje a la pluralidad cultural. Es un espacio de memoria donde se cruzan el barroco y el andino, el mármol italiano y la devoción popular.

Pero también es un lugar amenazado. La legislación actual impide que el municipio intervenga en esculturas consideradas propiedad privada, aun cuando muchas se caen a pedazos.

Y mientras tanto, la ciudad bulle alrededor, con su caos, sus mercados, sus bocinas, sin notar que en esa colina vive uno de los capítulos más íntimos y perdurables de la historia nacional.

AEP


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