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La Chinasupay en la ch’alla. Propiedad de V. Montoya. | Foto: Víctor Montoya

La estatuilla de la Chinasupay

A pesar de ser símbolo de lujuria y pecado, la Chinasupay desafía la hipocresía y la doble moral, encarnando los deseos más profundos de la mujer.

La Paz, 10 de marzo de 2024 (AEP). – En uno de mis viajes a la Villa Imperial de Potosí, el artista Edwin Callapino me entregó la estatuilla de la Chinasupay, la amante celosa y seductora del Tío de la mina. Me la traje en el autobús hasta la ciudad de El Alto, empaquetada en un cartón cuyo rótulo advertía: “Contenido frágil”.

No la miré sino hasta que llegué a casa. Me aguanté la curiosidad con irresistible paciencia, como quien espera y desespera por descubrir la sorpresa escondida en un embalaje parecido a un regalo de Navidad. Además quería darle una grata sorpresa al Tío, quien estaba esperándola ansioso desde hace tiempo, con unas ganas locas de estrecharla contra su fornido cuerpo y, acuñándola con su reverendo miembro, amarla con fuerza salvaje y ardiente pasión.

Ni bien la saqué del cartón, el Tío se quedó fascinado ante la belleza de la Chinasupay, cuyos descubiertos senos le hicieron galopar el corazón. Y, como todo libertino aficionado a los excesos de la carne, no tardó en examinarle el trasero con la cara encendida por la lujuria, calculando el grosor de sus muslos y el diámetro de su cintura. Al final, como la Chinasupay estaba despojada de su bombacha, el Tío le clavó la mirada en la concavidad húmeda de su cuerpo.

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Chinasupay. Aguafuerte de Oscar Yana, 2001.

La Chinasupay, aunque es fría en apariencia, pero caliente a la hora de ofrecer su cuerpo al hombre que le dedique su vida y amor, no se molestó por las miradas libidinosas ni los gestos imprudentes de su amado amante. Estaba acostumbrada a exhibir sus encantos en los Carnavales, donde forma parte de los danzarines de la diablada, que representan la lucha entre el Bien y el Mal, entre Dios y Satanás.

En los Carnavales ella luce una máscara de mujer coqueta, una tentadora sonrisa y dos pequeños cuernos en la frente; sus ojos grandes y celestes tienen una expresión pícara, sus pestañas son largas y revueltas, sus labios de granate, carnosos, seductores y entreabiertos dejan entrever una dentadura tan perfecta como el arco de cupido. Así, flanqueada por Lucifer y Satanás, avanza dando brincos en zigzag, como si dibujara una serpiente reptando hacia el mismísimo infierno. En la danza es vigilada por el Arcángel San Miguel y acompañada por osos, cóndores y diablos que encarnan los siete pecados capitales.

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Una diablesa, pintura de Reinaldo Chávez.

La Chinasupay no baila solo por devoción a la Virgen del Socavón, sino para conquistar el amor del Arcángel San Miguel, quien, a pesar de ser su rival y el rival del Tío, es su amor platónico, el amor de sus amores, pero un amor imposible al fin y al cabo, porque si ella, lejos de hechizar a los hombres con el movimiento provocativo de sus nalgas y senos, encarna los atributos de un ser infernal, el Arcángel San Miguel es dueño de una apariencia atractiva, corazón incorruptible y espíritu tranquilo, atributos preferidos por Dios.

Sin embargo, la Chinasupay, con su blonda cabellera flotando al aire, no deja de enseñarle las tetas ni las piernas en el recorrido por las calles de la ciudad, como si quisiera hacerle caer en la tentación, pero el Arcángel San Miguel, consciente de que es el guerrero de Dios y guardián del reino celestial, la esquiva una y otra vez, como un santo enfundado en traje inmaculado; máscara de ángel, casco invulnerable, coraza azul, blusa de seda blanca, falda corta, botines de media caña, escudo plateado y espada en ristre.

Todos saben que la Chinasupay, como no encuentra ninguna razón para que una mujer se consagre a la virtud de la castidad, atenta contra las buenas costumbres sexuales y pone en jaque a los hombres que la acosan en los Carnavales, intentando manosearla donde no deben y probar el elixir que ella guarda celosamente para el Tío de la mina, el único macho capaz de hacerla navegar en las estrellas y el único ser incapaz de renunciar a los placeres de la carne.

El Tío entiende y tolera las irreverencias de la Chinasupay, incluidos sus atrevimientos más extravagantes, que concitan la crítica de los devotos de la Virgencita del Socavón; es más, él mismo me contó que en cierta ocasión, cuando demostraba una danza llena de piruetas y saltos, como si no quisiera quemarse los pies en las brasas del infierno, tuvo la osadía de dejar escapar de su mano una blanca paloma y de su blanca blusa una blanca teta, aureolada por un pezón rosado, tan propio en las mujeres que superan el rubio platinado.

La Chinasupay no soporta la hipocresía ni la doble moral. Es la que mejor simboliza el secreto que cada mujer guarda en el fondo de su alma, en el oscuro pozo del subconsciente. Si la mujer calla, la Chinasupay habla como bruja deslenguada; si la mujer llora, la Chinasupay ríe a mandíbula batiente; si la mujer sufre, la Chinasupay se regocija con el dolor de los hombres; si la mujer goza de la vida y el amor, la Chinasupay goza junto con ella, por ser el fiel reflejo del yo profundo de una mujer que se mira en el espejo.

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La Chinasupay, que simboliza la lujuria y el pecado, tiene el cuerpo esculpido de carne ideal en el que todo es bueno y bello, tan bello que perturba la razón y levanta el animal en reposo de cualquiera que la mire por adelante o por atrás. No hay hombre sobre la faz de la tierra que no se enamore del fulgor de su belleza; digo fulgor, porque todo su cuerpo es luminoso como una lámpara; más todavía, puedo aseverar que su enigmática belleza, hecha de miel y de fuego, puede abrirle incluso las puertas del Paraíso.

La Chinasupay será también ama y señora en mi casa, pero como quiero que baile en esa suerte de ballet infernal, que es la danza de la diablada, ejecutada por los seres llegados de los avernos y por el Tío de la mina, quien se muestra en los Carnavales con su traje de Lucifer, le pediré al mejor mascarero y artesano de Oruro confeccionar un traje de lujo para la Chinasupay, que ahora mismo está semidesnuda, con sus intimidades expuestas a la vista de todos.

Me imagino que su traje estará compuesto por diadema de oro y gemas preciosas, blusa escotada, corpiño brocado, minipollera decorada con dragones bordados con hilo Milán, medias nylon, bombacha con encajes, cetro de mando y pañoleta al cuello; sus botas de taco alto, caladas en la parte trasera y hasta la pantorrilla, llevarán aplicaciones de realce, como un chorizo que simboliza el órgano genital masculino, para que todos sepan que la sexualidad de la Chinasupay es voraz como las llamas del infierno. Y, como es natural, para engalanar su aspecto de diablesa, llevará alhajas con engastes de pedrería en las orejas, el cuello y los dedos.

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Mientras esto ocurra, y con todo el respeto que se merece el Tío, “ch’allaré” por la feliz estadía de los dos, augurándoles eterno amor y eterna vida, aunque sé que ellos, que son mis huéspedes de honor, llegaron a mi casa para revelarme los secretos escondidos en el baúl de sus recuerdos que, más que recuerdos, son el crisol donde se fundieron los cuentos, mitos y leyendas de la tradición oral de los mineros.


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