Al amanecer del 24 de junio de 1859, en las arenas de Solferino, un pueblo del norte de Italia, se enfrentaron los ejércitos del Imperio austriaco y de la alianza franco-sarda. Ambos bandos formaron una línea de batalla que se extendía 27 kilómetros.
Un comerciante suizo cambió la historia de la humanidad. Su nombre es Henry Dunant y fue testigo de la batalla de Solferino, donde participaron 320 mil soldados en una feroz cruzada, y al cabo de la cual resultaron muertos 40 mil de ellos, con un número igual de heridos.
Su testimonio, narrado dos años más tarde en el libro Recuerdo de Solferino, fue la chispa que encendió los esfuerzos que conducirían a la fundación de la Cruz Roja y de la Media Luna Roja.
“Al terminar el libro, se maldice la guerra”, escribían, en el siglo XIX, los hermanos Edmond y Louis Goncourt, famosos escritores franceses.
Luego de presenciar la batalla de Solferino y de brindar su ayuda durante varios días a los heridos en combate, la idea de que tanta desgracia se podía evitar no se apartaba de la mente de Dunant y llegó a la conclusión de que la única forma de estar en paz consigo mismo era escribir sobre el horror del que había sido testigo.
Escribió el libro y no solo se limitó a narrar los hechos, sino que demostró que la mayor parte del sufrimiento hubiera podido evitarse.
En las arenas de Italia
Al amanecer del 24 de junio de 1859 chocan en las arenas de Solferino, un pueblo del norte de Italia, los ejércitos del imperio austriaco y de la alianza franco-sarda. Frente a frente conformaban una línea de batalla de 27 kilómetros de extensión.
La guardia imperial austriaca, con 170 mil hombres, 20 mil más que su oponente, desfilaba en caballos de combate y ofrecía entre todos los cuerpos que marchaban a la guerra un imponente espectáculo.
Las armas brillaban con los primeros rayos del sol, mientras los cascos de los corceles, con mantos oscuros y armaduras brillantes, golpean las arenas de Solferino.
Henry Dunant fue testigo de la batalla de Solferino.
Del otro lado del campo, los soldados, en un orden perfecto, en grandes masas compactas de guerreras blancas, blandiendo libres al viento sus estandartes, bordados con el águila imperial, partían bañados de gloria.
Sin haber reconocido el terreno, para desarrollar una estrategia de ataque y defensa, ambos ejércitos se miraron de frente separados en la planicie apenas por un par de kilómetros de distancia.
Los lanceros y granaderos prusianos recibieron la orden de ingresar primero al combate, y luego de una breve pausa para descargar sus mochilas iniciaron a paso lento la marcha sobre el campo de batalla. Un contingente francés comenzó también el mismo ritual y salió a paso redoblado a su encuentro.
Los cañones de ambos bandos comenzaron a disparar, causando las primeras bajas y llenando el aire de un humo denso e irrespirable.
“Gritos de guerra son ahogados por disparos de fusil o por el frío de una espada. Entre una espesa humareda y un olor penetrante a pólvora se lucha cuerpo a cuerpo, pero cuando la caballería ingresa al combate, la confusión y el desorden empiezan a reinar, se pierde la noción del tiempo y lo único que queda es matar para sobrevivir”, describía Dunant en su libro.
Vencido un contingente de guerra ingresaba otro en el campo de batalla y el combate se tornaba interminable.
La batalla de Solferino, en Italia.
Ambos ejércitos pelearon 36 horas continuas. Al alba del segundo día, que prometía cielo despejado y un sol vigoroso, según el relato, la batalla inició un lento ocaso, la intensidad de los combates disminuía y ya se vislumbraba un ganador y la tragedia.
En inferioridad numérica, pero superiores en tácticas, estrategias y conocimiento del terreno, los franceses, extenuados, levantaron al final de la batalla la bandera de la victoria. Miles de hombres de ambos lados yacían muertos o agonizaban en el campo y muchos de ellos permanecieron tal como cayeron durante el ataque, “en terribles posturas de acción”.
Los soldados heridos trataban desesperados de respirar el aire viciado por el calor tórrido y el polvo, con voces cada vez más débiles que imploraban auxilio. Al lado de algunos heridos, militares amigos se habían arrodillado, pero era muy poca la ayuda que les podían prestar para aliviar sus sufrimientos, pues carecían de medicamentos, víveres y agua.
Tales desgracias eran normales después de una matanza en una batalla anterior.
Pero en Solferino estuvo presente un civil, un comerciante que había ido a Italia en un viaje de negocios. Lo que presenció en el campo de batalla cambió su vida y la de millones de personas.
Del horror que produjo en él ese espectáculo de caos y dolor, surgiría más tarde el movimiento de la Cruz Roja y de la Media Luna Roja.
Recuerdos de Solferino
En noviembre de 1862 apareció Recuerdo de Solferino, cuyo autor corrió con los gastos de la primera impresión. La reacción que provocó el libro fue impresionante.
La obra es el punto de partida de un movimiento que, actualmente, está integrado por millones de miembros en el mundo, según el presidente de la Cruz Roja Boliviana.
A un año de la aparición del libro, en 1863, nació la Cruz Roja Internacional, no con ese nombre, pero sí con el emblema de la Cruz Roja sobre fondo blanco, en homenaje a los colores invertidos de la bandera de Suiza.
En 1876, Turquía adoptó el símbolo de la Media Luna Roja en vez de la Cruz Roja. La Media Luna Roja se extendió desde entonces a lo largo de los países musulmanes en todo el mundo.
El 8 de mayo, lo que hoy en día se denomina Movimiento Internacional de la Cruz Roja y de la Media Luna Roja cumplió 143 años, y la fecha se decidió por el día del nacimiento de Henry Dunant.
Desde su publicación, el libro de Dunant ha sido traducido y reeditado tantas veces que es imposible saber cuántas versiones hay en el mundo.
La Cruz Roja presta, desde 1863, protección y asistencia a 250 millones de seres humanos desamparados anualmente en 183 naciones, de cinco continentes, y cuenta con 100 millones de voluntarios.
El libro Recuerdo de Solferino, de Henry Dunant.
Todos los integrantes de este movimiento se rigen por siete principios fundamentales: humanidad, imparcialidad, neutralidad, independencia, voluntariedad, unidad y universalidad.
En tiempos normales, al hombre, que generalmente vive en una sociedad organizada, lo protegen las leyes y para subsistir encuentra recursos en su entorno. Pero, en caso de conflicto armado, la sociedad se desorganiza, se vulneran las leyes, corren peligro la seguridad, la salud y la vida.
La Cruz Roja hace lo posible para proteger y asistir a quienes son víctimas de tales calamidades y presta ayuda indiscriminadamente a quien sufre, para contribuir a mantener y promover la paz en el mundo.
Nobel de la paz
El primer Premio Nobel de la Paz fue otorgado en 1901 a Jean Henry Dunant, el fundador de la Cruz Roja.
Si en 1895 un joven periodista no se hubiera dedicado a escalar las montañas próximas al poblado suizo de Heiden para entrevistarlo, Dunant habría muerto en la miseria absoluta y el olvido total.
Más de 30 años habían transcurrido desde la publicación de Recuerdo de Solferino cuando el joven reportero lo entrevistó. El artículo del periodista provocó una respuesta abrumadora. Dunant comenzó a recibir cientos de cartas y muchas visitas de viejos conocidos, las Sociedades Nacionales de la Cruz Roja y Media Luna Roja del mundo eterno le rindieron homenaje.
En 1901 se acordó entregar a Henry Dunant el reconocimiento internacional más importante en mérito a sus obras: el Premio Nobel de la Paz, el primero de la historia.