Desde una infancia rodeada de creatividad hasta liderar el Museo Nacional de Arte, un testimonio de pasión y compromiso con la cultura boliviana.
La Paz, 09 de junio de 2024 (AEP). – El frío baña la ciudad de La Paz como lo hace cada invierno en el mes de julio. Mis padres, dos jóvenes rebeldes y bulliciosos, me esperan ansiosos, aunque sin saber cómo me llamarían. Edgar, mi papá de 17 años y siempre con el libro bajo el brazo, dijo: “Que se llame Claribel en homenaje a Tamayo”; y Yolanda, mi mamá, replicó “Que se llame Amancaya como la flor”. Son las nueve de la noche, Yolanda con 21 años está por dar a luz a su primera hija. Me toca llegar al mundo y comenzar a escribir mi propia historia.
Mi pequeña familia habitaba entre música, papeles, lápices, telas, lanas y libros; dispuestos a seguir soñando, decidieron llamarme Claribel, ganó Tamayo, y con esa balada nacería también cierta parte de mi destino: “Tu nombre dulce y cruel” Claribel, como entona la balada.
Ahí me tocó nacer, rodeada de dos seres maravillosos que el destino me otorgó como padres, Edgar Arandia Quiroga y Yolanda Torrez Flores, ambos me tuvieron jóvenes y de ellos heredé ese carácter indomable y rebelde, a la vez que me inculcaron el valor de la vida y el amor al prójimo.
Pinto y dibujo desde que tengo memoria, no sé hacer otra cosa, confesé en una entrevista hace años. Escogí el camino de las artes, para bien o para mal. Bajo esa consigna, decidí ingresar a la escuela de Bellas Artes, denominación que tenía en esa época. Mi gratitud es para el gran dibujante y maestro Benedicto Aiza, él me ofreció una beca y poco después me aconsejó que ingrese a la Carrera de Artes Plásticas de la Universidad Mayor de San Andrés (UMSA), aunque mi padre aceptó la decisión a regañadientes, la decisión me permitió toparme con reconocidos artistas plásticos de mi ciudad. Artistas a quienes yo, de larga data, tenía profunda admiración. Muchos de ellos llegaron a ser amigos de la vida bohemia y la rebeldía, como lo era mi padre. Algunos de ellos siguen siendo importantes en mi vida, ya sea por su amistad o por ser cómplices en mis decisiones. Entre ellos, cuento con la presencia del firme e imprescindible maestro Max Aruquipa, así como del carismático Hugo Salazar, quienes acogieron a varios estudiantes interesados en el mundo de la gráfica.
Ellos, también, son mi familia, esa que siempre está empujando el carro hacia el mundo de los desvelos técnicos y elucubraciones artísticas, esa familia está compuesta de excelsos hermanos y hermanas de arte, entre ellos está Adriana Bravo, Roció Chuquimia, mis entrañables, y Sergio Cáceres, Iván Fernández, Rafael Bautista y muchos más que fueron el germen de mi crecimiento como ser humano. Además de Marito Conde, de quien aprendí a encontrar mi yo dentro mis obras. Mi admiración y respeto es, además, para Silvia Peñaloza, Víctor Zapana y, muy especial agradecimiento, para mi mentor político Carlos Salazar, quien apasionadamente nos contaba la experiencia de la escuela ayllu de Warista. Ahora que pienso, mi generación encontró la fortuna de poder decir maestros a semejantes personajes, determinantes en nuestra formación. Se podría decir que estos fueron los mejores años de la juventud. Caminábamos saboreando el arte en plenitud, íbamos y veníamos entre festivales de cultura, exposiciones, viviendo el sueño y encarnando la consigna de “no ser un artista complaciente”, sino un artista que busque develar el rostro de las historias negadas, las historias no contadas. La belleza de las personas y lo vivido no tapaba lo adverso de la época, determinada por golpes de Estado, por dejar el país y vivir en el exilio, de conocer la miseria y el hambre. Se vivía una falsa democracia durante la UDP, además que luego vinieron sucesos nefastos, como el neoliberalismo y Goni, que, por razones obvias, no quiere recordar; pero, acá estamos, la logramos, aquí seguimos y sobrevivimos.
Un gran ímpetu de querer transformar la vida me invadió. Como si fuera algo premonitorio, y, a puertas de concluir la universidad, se impuso el deseo de ir a la búsqueda de otros horizontes, en esos días habitábamos un pequeño departamento en la emblemática calle Jaen. La fortuna fue amable y me permitió presenciar el nacimiento del Museo de Instrumentos Musicales de Bolivia, impulsado por el magnífico maestro del charango Ernesto Cavour. El maestro se enteró que estaba concluyendo la universidad y me invitó a ser parte del museo y hacerme cargo de la galería Naira, bautizada así en honor a la famosa peña Naira. En ese espacio encontré la oportunidad de hacer lo que me gusta, viéndome rodeada de gente creativa, que vuela, estaba en mi lugar del mundo, rodeada de músicos, literatos, bailarines, teatreros y tucuymas. No obstante, ágilmente y como niña buena, antes de tomar una decisión, consulté con mi mamá, quien feliz me aconsejó que acepte la oferta, pues era una linda oportunidad para iniciar una carrera paralela, y llena de valentía, ante semejante reto, me puse manos a la obra.
El maestro Cavour era un hombre muy singular, disfrutaba del arte plástico y estaba conectado con artistas de Japón, México, Europa, y juntos hacíamos que la galería Naira siempre esté con diversas propuestas, con incitaciones estéticas y, por supuesto, no faltaban las charangueadas de honor con el maestro, al cierre de los eventos. El museo sigue abierto hasta el día de hoy, hasta su muerte el maestro recibía a periodistas de varias partes del mundo.
A la par de esta experiencia, una beca a Estados Unidos aparece como una posibilidad, aunque parecía imposible por la situación económica, pues exigía contar con los pasajes aéreos de ida; el maestro, como muestra de su bondad, hizo posible el viaje. Con su apoyo juntamos los “pesitos” y, con otros compañeros, garantizamos los pasajes, e iniciamos la travesía.
Imaginarme en ‘Yankilandia’ era difícil pues antes, en mi etapa universitaria, intenté en varias oportunidades obtener una beca a Japón o Cuba, fracasando en ambos intentos. La ironía de la vida hizo que la tierra del capitalismo me abra las puertas con completa facilidad, aunque mis ideas políticas se pusieron en conflicto. No voy a negarlo, dudé mucho para aceptar los juegos del destino, pero otro gran maestro, Hugo Salazar, me convenció recurriendo al argumento de que el viaje era de preparación y estudio.
Una vez allá, trabajé, estudié y aprendí a querer a los norteamericanos que me hicieron sentir como si estuviera en casa. Hasta el momento de retorno, en varias oportunidades, debía explicar mi procedencia sudamericana, mi identidad andina, ya que era confundida con una vietnamita, hawaiana e, incluso, africana. En ese contexto, elaboré uno de mis primeros trabajos allá, un grabado de título: Una birlocha en Nueva York, trabajo que recuerdo con cariño ya que me tocó explicar con minuciosidad lo complicado del término. En paralelo, ingresé a la escuela de Arte Torpedo Factory, donde conocí a otro de mis maestros, Alan Kanashiro. Con sus enseñanzas perfeccioné la técnica del grabado, además de que en mi obra se comenzó a resaltar el claro oscuro del mundo, como si para mis adentros me dijera: “Soy una chica dark”.
Mientras el mundo seguía sin pausa, mi país a inicio del nuevo milenio (2000) vivió la Guerra del Agua, siendo esta una noticia mundial, porque era una muestra de lo nefasto del neoliberalismo. Mientras extrañaba el perverso invierno paceño, mis apus y mis cerros, añoraba mi Bolivia. La revuelta ocurría y la historia se repetía en mi ausencia. El contexto político trajo a la memoria la esperanza de las revoluciones, junto a la pesadumbre del exilio, la persecución y la muerte. Recordé la angustia que sentí cuando dieron por muerto a mi papá Edgar, durante el golpe de Natush Busch.
A pesar de que la vida era más fácil en el país del norte, ya que estaba incorporada en un trabajo y vivía bajo el régimen de control, me hacía falta la energía creativa del caos. Mientras preparaba las últimas gotas de singani que iban a endulzar mi té con té y escuchando de fondo a la gran Matilde Casazola, que en su verso decía: “con qué hierba me cautivas, dulce tierra boliviana”, decidí retornar a mi patria. A pesar de la desazón de amistades y amigos, que con pesadumbre me hacían notar que perdería todo lo logrado, decidí retornar. Este retorno a mi camino se asemejó al nautilus, que no vio el fin, empecé a plasmar mi regreso en una serie de grabados de título: Feriado nacional. En las láminas están representadas las balas perdidas en la Guerra del Agua y los asesinatos de la Guerra del Gas. Retomé mis contactos y con mis hermanos del arte destinamos las exposiciones a la denuncia y a manifestarnos contra el genocidio al pueblo. Desde adentro eclosiona mi india bocona, salieron las acciones atrevidas sin miedos ni complejos. Me reconozco y declaro aymara, y hasta hoy vivo orgullosa de reconocerme en el mundo indio. Y mientras el ‘gringo’ Goni huía del país, dejando sangre y dolor, nos organizamos con los artistas y decidimos refundar la UTAC (Unión de Trabajadores del Arte y Culturas), haciendo público nuestro manifiesto de declararnos como trabajadores del arte, dejando a un segundo plano la fijación en los títulos y la formación académica.
Reunida mi familia biológica y artística, creció enormemente. Logré un significativo engranaje con mi hermana Guiomar, que es de tendencia progresista y acción aguerrida, ambas somos similares de convicción, y contamos con la compañía de nuestro papá, Edgar, y sus inamovibles convicciones políticas. Juntos somos una complicidad de rebeldía, producimos documentos de reflexión, que saltaba a borbotones, además de organizar charlas, reuniones y de mantenemos alertas. La acción de esos momentos me permitió entender las razones de mi retorno: convertir los sueños en realidad.
Desde ese tiempo mi trabajo se enfoca en las inquietudes de las mujeres, que están plasmadas en bocetos y pensamientos, reflexiones en torno al útero, por ejemplo. A partir de ahí, me mueve la consigna de “no me quejo, pero tampoco me callo”. Por tanto, narro y dibujo a las mujeres que se mueven, que toman decisiones y accionan ante la negación histórica afrontada. Las mujeres queremos ser reconocidas en nuestros derechos. A la vez de esa posición de defensa de los derechos de las mujeres asumí responsabilidades administrativas en el Estado, dispuesta a realizar un trabajo que todos critican y nadie se dispone a asumir.
Se me dio la oportunidad de trabajar al servicio de los bolivianos, jamás lo imagine, pues yo era empleada de la empresa privada y vino el cambio de funciones, es decir formar parte de la administración pública, me tocó “subirme las mangas y meter a fondo el acelerador para cambiar la realidad”, pues no es suficiente solamente reclamar o denunciar. Es así que desde hace de 17 años hábito y bailo en la ‘salsa cultural’. Estoy segura que mi labor es realizada con profunda pasión y entusiasmo, a través de mi trabajo pongo en valor nuestras culturas que son el vivo ejemplo de lo que nos enorgullece.
Vivo el tiempo de las posibilidades y miro el futuro con esperanza y rebeldía, pero sobre todo con el respeto ganado por el pueblo boliviano. Las mujeres hemos dado un salto cualitativo en nuestros derechos a costa de denuncias, protestas y gritos. Asimismo, tengo el privilegio de ser docente en la poderosa Universidad Pública de El Alto (UPEA), espacio académico que es un bastión y laboratorio político. El Alto es una ciudad que amo y respeto porque en sus calles aprendí que puedes hacer maravillas, cumplir sueños casi imposibles, con muy poco o casi nada. Mi amor por El Alto se transforma en acciones desde el arte con mis niños y niñas, como les digo a mis estudiantes, en estos años hicimos murales, ferias, encuentros, viajes y todo lo que esta en nuestras manos. En ellos también encuentro ese futuro sin fin y atestiguo que el arte cambia vidas, a la vez que los artistas son capaces de cambiar el mundo.
Fotos: Cortesía Claribel Arandia
Dicen que no todo es casualidad sino causalidad. En la presente gestión se me atravesó otro gran reto que es el asumir la Dirección de uno de los templos del arte plástico y visual de Bolivia, el Museo Nacional de Arte (MNA). A manera de anécdota, cuando era estudiante veníamos a las inauguraciones y no nos dejaban ingresar sino teníamos invitaciones, muchas veces nos íbamos con el trago amargo. Intenté estar lo más próxima al museo, muchas veces me ofrecía de voluntaria para diversas actividades y me decía a mí misma que me gustaría mucho trabajar ahí, incluso como apoyo de montaje y demás actividades. Veía al MNA como algo inalcanzable, por mi condición de no pertenecer a una ‘élite cultural’, y más al contrario de criticar esa condición que excluye a las mayorías populares, por vivir en los márgenes y suponer que carecen de cultura. Sin embargo, los procesos de despatriarcalización y de democratización que, en estos tiempos se pueden ejercer, me brindaron esta oportunidad que abrazo con respeto y cariño, porque lo que se hace con amor siempre da frutos.
Nunca entendí la vida sin risas ni cariño, ni arte; crecí así, me desarrollé rodeada de muy pocas cosas y con muchas ilusiones. Conozco el MNA como si fuera esa casa dorada que amas desde siempre y cada mañana con el tic tac del reloj, al revés de la plaza Murillo, recuerdo que estoy en el ‘Kilómetro Cero’, el lugar más icónico de mi país. Retribuyo a mis ancestras que, gracias a su chama, he ingresado a este templo del arte; desde acá y con toda humildad estoy dispuesta a seguir sirviendo a los y las bolivianas y entre suspiros anhelo tomarme un té con té en este crudo invierno, el cual acompaña mis decisiones más importantes.
* Claribel Arandia Torrez es directora del Museo Nacional de Arte (MNA)