Bolivia enfrenta hoy una de las peores catástrofes climáticas de las últimas cuatro décadas.
La declaratoria de emergencia nacional anunciada por el presidente Luis Arce responde a una realidad devastadora que ha golpeado a más de 380.000 familias bolivianas desde octubre de 2024.
Con 51 fallecidos confirmados, ocho personas desaparecidas y 818 viviendas completamente destruidas, estamos ante un desastre que exige una respuesta inmediata y contundente.
Los datos proporcionados por el Servicio Nacional de Meteorología e Hidrología (Senamhi) confirman lo extraordinario de esta situación: Bolivia no había experimentado lluvias de esta magnitud en más de 40 años.
El patrón habitual de precipitaciones se ha visto completamente alterado, extendiéndose mucho más allá del periodo esperado entre noviembre y febrero. Las consecuencias de este fenómeno meteorológico excepcional son palpables a lo largo y ancho del territorio nacional, con 209 municipios afectados de un total de 340.
La magnitud de esta emergencia climática no debe ser subestimada. Cuando las autoridades hablan de cifras inéditas en cuatro décadas, están subrayando el carácter extraordinario de un fenómeno que rebasa toda previsión y preparación habitual. Este no es un desastre natural más. Es una crisis que pone a prueba la capacidad de respuesta del Estado boliviano y la resiliencia de su pueblo.
La decisión gubernamental de declarar emergencia nacional constituye un paso necesario. Esta medida permitirá agilizar los procesos burocráticos para canalizar recursos hacia las zonas más afectadas, especialmente aquellas comunidades aisladas en la amazonia boliviana, donde los pueblos originarios han visto destruida su infraestructura básica y sus medios de subsistencia.
Resulta preocupante que, en este contexto de emergencia nacional, existan créditos internacionales estancados en la Asamblea Legislativa Plurinacional desde hace más de dos años.
Los recursos que podrían estar siendo utilizados ahora para mitigar el impacto de las inundaciones y comenzar las labores de reconstrucción permanecen inutilizados debido a bloqueos políticos.
Esta emergencia climática debería servir como un llamado a la unidad nacional. La naturaleza no distingue entre banderas políticas cuando desata su furia. Los representantes en la Asamblea tienen la responsabilidad de dejar de lado sus diferencias para aprobar con urgencia estos créditos que permitirían reforzar la respuesta gubernamental ante esta crisis sin precedentes.
Más allá de la respuesta inmediata, Bolivia enfrenta el enorme desafío de la reconstrucción. No se trata solo de las 818 viviendas que deberán ser edificadas nuevamente, sino de toda la infraestructura vial, educativa y productiva que ha quedado bajo el agua.
El plan posinundaciones mencionado por el presidente Arce deberá contemplar no sólo la recuperación física sino también la reactivación económica de las regiones afectadas.
Esta catástrofe, la peor en cuatro décadas, debe servir también como una señal de alerta sobre los efectos del cambio climático en la región. Bolivia, como muchos países de la región, enfrenta las consecuencias de un fenómeno global que amenaza con hacer más frecuentes estos eventos extremos.
La planificación futura deberá incorporar esta realidad climática cambiante para construir comunidades más resilientes.
La emergencia nacional declarada es solo el primer paso en un largo camino hacia la recuperación. El verdadero desafío consistirá en una mayor preparación ante futuras amenazas climáticas.