En un giro que desnuda la verdadera naturaleza de los acontecimientos en el trópico cochabambino, el supuesto "atentado" contra Evo Morales se ha desmoronado como un castillo de naipes y ha revelado una realidad mucho más perturbadora: el expresidente no solo fabricó un falso ataque contra su persona, sino que además confesó haber disparado contra efectivos policiales que cumplían su deber en un control antidrogas rutinario.
Las revelaciones del ministro Eduardo Del Castillo, respaldadas por la propia confesión de Morales a medios de prensa sobre haber disparado contra vehículos de la fuerza antidroga, pintan un cuadro escalofriante de impunidad y desprecio por el Estado de derecho.
El expresidente, acorralado por investigaciones sobre trata de personas y estupro, optó por la más peligrosa de las estrategias: fabricar un autoatentado para desviar la atención y presentarse como víctima.
Los hechos son contundentes: ante un control policial rutinario, al que se sometieron otros 15 vehículos sin incidente alguno, el motorizado del dirigente cocalero no solo se negó a la inspección, sino que respondió con violencia armada y dejó a un efectivo policial con graves fracturas tras ser atropellado deliberadamente. ¿Qué transportaba el vehículo del expresidente que justificaba tal nivel de violencia para evitar una simple revisión?
La secuencia posterior es aún más reveladora: la quema de vehículos policiales para eliminar evidencias, la edición manipulada de videos con "efectos especiales" y la inverosímil narrativa de conducir a 170 kilómetros por hora con llantas reventadas mientras supuestamente se recibían disparos.
Como señaló acertadamente el ministro Del Castillo: "Nadie le cree el teatro que ha realizado".
Este episodio marca un punto de inflexión en la política boliviana. Ya no estamos ante simples diferencias ideológicas o disputas por el poder: enfrentamos la realidad de un exmandatario que, acorralado por graves acusaciones de trata de personas y estupro, recurre a la violencia armada contra fuerzas del orden y fabrica falsos atentados para victimizarse.
La gravedad de los hechos trasciende lo político. Un expresidente que dispara contra policías que cumplen su deber, que ordena la destrucción de evidencias y que manipula la opinión pública con montajes cinematográficos representa una amenaza no solo para la institucionalidad democrática, sino también para la seguridad ciudadana misma.
La sociedad boliviana merece conocer qué contenía ese vehículo que justificaba tal nivel de violencia para evitar su revisión.
El pedido del Ministerio de Gobierno para realizar un microaspirado del vehículo es más que razonable y su negativa solo profundizaría las sospechas sobre el verdadero motivo de esta peligrosa actuación.
La denuncia formal por intento de asesinato contra Morales debe seguir su curso legal. No puede haber impunidad cuando un ciudadano, sea quien sea, dispara contra fuerzas del orden y atropella deliberadamente a un policía.
La construcción de un falso atentado para evadir la justicia en otros casos pendientes solo agrava su situación.
La máscara ha caído definitivamente. Lo que comenzó como un intento de victimización para eludir graves acusaciones de trata de personas y estupro terminó exponiendo la verdadera naturaleza de quien alguna vez fue el primer mandatario de Bolivia.
La justicia debe actuar con todo el peso de la ley, pues está en juego no solo la credibilidad institucional sino la propia seguridad del Estado.