La confirmación de que el ejército estadounidense realizó un ataque contra una presunta nave de narcotraficantes en el Caribe, en el que por primera vez hubo sobrevivientes entre la tripulación, marca un momento crítico en la política de seguridad norteamericana en la región.
Este sexto operativo conocido desde septiembre —y el primero sin víctimas totales— no es un hecho aislado, sino la manifestación más visible de una estrategia de intervención militar que amenaza la estabilidad hemisférica y viola principios fundamentales del derecho internacional.
Las denuncias del presidente Luis Arce adquieren, en este contexto, una relevancia continental.
Se trata de una advertencia fundamentada sobre los riesgos reales de la militarización progresiva de aguas internacionales bajo el pretexto de combatir el narcotráfico.
El Gobierno de Estados Unidos ha justificado estas operaciones argumentando que buscan enfrentar el tráfico de drogas.
Sin embargo, como señala acertadamente Arce, la realidad revela una intención diferente: ejercer presión sobre gobiernos que no alinean sus políticas con los intereses de Washington.
Los bombarderos estadounidenses sobrevolando cerca del límite marítimo venezolano, el despliegue de barcos de guerra en aguas caribeñas y la autorización de operaciones encubiertas de la CIA no constituyen medidas de seguridad convencionales, sino herramientas de coerción política disfrazadas de iniciativas antinarcóticas.
La preocupación legítima es que esta escalada puede derivar en una confrontación militar de consecuencias impredecibles. El Mar Caribe es una región de vital importancia económica y estratégica no solo para Venezuela, sino para toda América Latina.
La presencia de fuerzas militares estadounidenses operando ofensivamente, aunque sea bajo la cobertura de la guerra contra las drogas, genera un clima de tensión que afecta a toda la región y erosiona la confianza en los mecanismos de cooperación internacional.
El cambio en la táctica estadounidense —permitir ahora sobrevivientes en estos operativos— podría interpretarse como un ajuste en la estrategia, quizás respondiendo a críticas internacionales o preparándose para escenarios de confrontación más complejos.
Pero este giro no reduce el carácter invasivo de estas ejecuciones extrajudiciales, sino que lo intensifica al introducir nuevas variables en un escenario ya de por sí volátil.
América Latina enfrenta el dilema de permitir que potencias extranjeras ejerzan soberanía de facto sobre sus aguas territoriales o defender colectivamente los principios de autodeterminación y el derecho internacional que sustentan el orden regional.
Por ello, el llamado de Arce a organismos como la Celac, Unasur y el bloque Alba-TCP es una necesidad estratégica.
La comunidad internacional —en particular los organismos multilaterales— tiene la responsabilidad de pronunciarse con claridad.
La autorización de operaciones encubiertas de una potencia extranjera en territorio soberano, sin consentimiento explícito y bajo oscuridad informativa, contradice los fundamentos de la Carta de Naciones Unidas. Si se permite que Estados Unidos actúe de esta manera en el Caribe, ¿qué precedente se establece para otras potencias en otras regiones?
El patrón es evidente: demonizar a gobiernos regionales, acusarlos de vínculos con el narcotráfico o amenazas a la seguridad, y utilizar estas acusaciones como justificación para operaciones militares que, en realidad, buscan mantener o restaurar influencia geopolítica.
Es el mismo guion que se ha repetido décadas atrás en la región, y sus consecuencias —inestabilidad, desplazamientos, conflictos armados— son ampliamente documentadas.
La cuestión fundamental es si América Latina aceptará ser un teatro de operaciones militares estadounidenses o si exigirá ser tratada como una región de naciones soberanas con derecho a resolver sus propios conflictos mediante mecanismos regionales y respeto al derecho internacional.
La paz en el Caribe —y en toda América Latina— solo será posible cuando se respeten los principios de soberanía, no intervención y resolución pacífica de conflictos.
Mientras Estados Unidos continúe desplegando fuerzas militares en la región bajo justificaciones cada vez más delgadas, esos principios seguirán siendo letra muerta.
AEP