La desaparición forzada de los 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa, ocurrida la noche del 26 de septiembre de 2014 en Iguala, Guerrero, constituye uno de los episodios más dolorosos y emblemáticos de la crisis de derechos humanos en México.
A once años de aquel crimen, la exigencia de verdad y justicia no ha sido resuelta, lo que evidencia la complejidad estructural del caso, que no es solo una tragedia local, sino que representa un espejo de las fallas sistémicas en la garantía de los derechos humanos y el reto para la memoria colectiva de América Latina.
De acuerdo con el derecho internacional la desaparición forzada constituye una violación grave y continuada de múltiples derechos: el derecho a la vida, a la libertad, a la integridad personal, al reconocimiento de la personalidad jurídica y al acceso a la justicia. Los normalistas, en su condición de estudiantes y activistas sociales, fueron víctimas de un entramado de violencia en el que participaron autoridades locales, fuerzas de seguridad y crimen organizado, configurando un caso paradigmático de crimen de Estado.
El caso Ayotzinapa ocurrió durante el gobierno de derecha de Enrique Peña Nieto, en un contexto de violencia generalizada y debilidad institucional en Guerrero. Desde los primeros días, las autoridades locales y federales mostraron inconsistencias en los informes sobre los hechos, la detención de presuntos responsables y la supuesta quema de los cuerpos en un basurero.
Estas deficiencias llevaron a cuestionamientos sobre la capacidad y la intención del gobierno para realizar una investigación imparcial. Ante la presión de organizaciones de derechos humanos, familiares de los estudiantes y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), se creó el GIEI en 2014 como un grupo de expertos independientes con mandato para colaborar con la investigación oficial, aportar recomendaciones técnicas y garantizar la transparencia del proceso.
El GIEI estaba compuesto por especialistas en criminología, derecho, antropología y otras disciplinas, lo que permitió un análisis integral de los hechos. El GIEI logró identificar múltiples irregularidades en la investigación oficial, como manipulación y destrucción de evidencia, señaló que pruebas clave habían sido alteradas o eliminadas, lo que comprometía la credibilidad del caso. Se evidenció la falta de investigación seria sobre la participación de autoridades locales, las omisiones en la revisión de la actuación de policías municipales y funcionarios involucrados.
Y, sobre todo, inconsistencias en la “verdad histórica”, se desmontó la narrativa oficial sobre la quema de los estudiantes, demostrando que no existían evidencias científicas que la respaldaran. Propuso líneas de investigación alternas, basadas en estándares internacionales de derechos humanos, que fueron ignoradas por el gobierno de Peña Nieto. Esto generó presión para revisar los procesos judiciales, replantear la investigación y exigir responsabilidades.
El caso de Ayotzinapa ha trascendido el ámbito judicial para convertirse en un símbolo de resistencia social y de exigencia de justicia. Los padres y madres de los normalistas, junto con colectivos de víctimas y organizaciones de derechos humanos, han mantenido viva la memoria mediante marchas, actos públicos y denuncias internacionales. Desde una perspectiva de derechos humanos, el derecho a la verdad y a la memoria colectiva es fundamental para evitar la repetición de crímenes de lesa humanidad y para reconstruir la confianza social en las instituciones.
México ha suscrito tratados internacionales como la Convención Interamericana sobre Desaparición Forzada de Personas y el Estatuto de Roma, lo cual obliga al Estado a garantizar investigaciones efectivas, sanción a los responsables y reparación integral a las víctimas. Una de las acciones más destacadas de la presidencia de Sheinbaum fue solicitar formalmente a Estados Unidos la extradición de al menos dos personas presuntamente implicadas en la desaparición de los 43. Este gesto internacional refleja una apuesta por asumir responsabilidad judicial en un ámbito transfronterizo, reconociendo que algunos posibles responsables pueden estar fuera del país.
La desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa es una herida abierta en la historia reciente de México. Este caso revela la colusión entre el poder político y el crimen organizado durante los gobiernos de derecha en particular el de Enrique Peña Nieto. Mantener viva la memoria de los estudiantes es un deber ético y jurídico, no solo para honrar su dignidad, sino para fortalecer la exigencia de un México donde la justicia y los derechos humanos dejen de ser promesas incumplidas.
Los 43 siguen siendo un recordatorio de que la lucha por la verdad y la justicia no tiene caducidad: mientras no aparezcan, el Estado seguirá en deuda con su pueblo.
Por: Soledad Buendía Herdoíza/