Cada día el presidente Lula da Silva reitera lo ya sabido: se hace más y más grave la oposición que enfrenta en el Congreso, esencialmente en la Cámara de Diputados. No se trata de una oposición esencialmente política o ideológica, sino de lo que en Brasil se llama “fisiologismo”.
Los llamados “fisiológicos” son diputados que exigen cada vez más presupuesto para aprobar proyectos de interés del Gobierno.
No es, por cierto, algo nuevo desde la llegada de Lula al poder. Pero se profundiza cada vez más, y no hay salida a la vista.
Acostumbrados a las canillas abiertas por el ultraderechista Jair Bolsonaro en sus cuatro años como presidente, con la creación del llamado “presupuesto secreto”, siguen hambrientos.
Además, y gracias a los millones destinados a las campañas electorales, lograron una palpable victoria asumiendo la mayoría amplia entre diputados.
El resultado es un Congreso como un todo, pero principalmente la Cámara, abrigando gruesos batallones de reaccionarios radicales y “fisiológicos”, interesados en manojos de dinero y sin prestar atención a las discusiones serias sobre el futuro del país.
Cada semana aparecen nuevas pruebas de dinero público desviado en proyectos sin amparo legal. Ahora mismo se detectó el caso de compras en los municipios de Alagoas y Pernambuco, en el nordeste brasileño, de equipos para educación que salían de la fábrica por poco más de lo equivalente a 520 dólares y eran comprados por escuelas públicas por casi tres mil. Todo dinero del “presupuesto secreto”.
Para evitar beneficiar a municipios gobernados por adversarios políticos, los diputados pasaron a dirigir dinero directamente a asociaciones y empresas privadas.
También sobran pruebas de pura manipulación de recursos que el bloque de respaldo al Gobierno está lejos de poder contener.
Para el Congreso, y – vale reiterar – especialmente para la Cámara, ya no basta la distribución de puestos y cargos llevados a cabo por Lula. No, no: lo que interesa cada vez más es el dinero.
Y así van poniendo barreras cada vez más elevadas al Gobierno. Es, sí, una vergüenza evidente. Pero no se ve, al menos en el horizonte cercano, cómo impedir que esa absurda manipulación termine.