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Wilbert Villca López

Crónica: En pandemia, de ida para oír al jilata

Jueves 24 de septiembre de 2020 era otra tarde más: ventosa, fría y nublada. Mi madre, mi hermana y yo nos encontrábamos en una esquina transitable del campamento minero de Tasna, Nor Chichas de Potosí.

Pese a los impedimentos de la pandemia del Covid-19, comerciábamos nuestros productos del valle cotagaiteño a las amas de casa en un improvisado puesto de venta en la acera. Una montaña cubierta de nieve nos ocultaba el poniente, viéndola de lejos se equipara a un enorme elefante durmiente, los cooperativistas mineros extraen de su interior el wólfram y el estaño hace décadas.

Cuando planeábamos partir de la acera a descansar, dos mineros con guardatojos y overoles azules pasaron jubilosos por delante nuestro. Escuché a ellos decir que asistirán, al día siguiente, a la proclamación de Lucho y David, en Uyuni. Caminaban cada uno sujetando sus respectivos coqueros de nailon verde. Tenían los cachetes que reventaban por estar llenos de pijcheo. ¿Vamos a Uyuni?, dijo mi madre al escucharlos.

A las cuatro de la madrugada del viernes 25, teníamos desgano para levantarnos y salir afuera por la gélida oscuridad. ¡Debíamos hacerlo! Era nuestra oportunidad para salir del campamento. Por excepción abrirían temprano las tres trancas para el paso de las comitivas mineras que iban a Uyuni. Solo unos ladridos se escuchaban desde algún rincón del caserío.

A unos dos kilómetros del poblado estaba el primer punto de control de salida o llegada, en la pendiente de la montaña. Entre tres a dos serenos y un médico vestidos de overoles térmicos sobrepuestos de otra prenda llamada de bioseguridad amarilla, tenían cubiertos los rostros con protectores y con sus linternas inspeccionaban con minuciosidad los vehículos. Uno de ellos con mochila fumigadora rociaba incluso los guardabarros de cada vehículo. Solo ellos poseían la autoridad absoluta para permitirnos o impedirnos continuar nuestro trayecto hacia Uyuni.

El primer control pudimos pasarlo sin obstáculo. Exhibíamos pegado al parabrisas el salvoconducto, papel con firmas y sellos, extendido por un Comité conformado por mineros, funcionarios municipales y médicos. Portábamos nuestros certificados médicos actualizados, barbijos, guantes y alcohol. Cumplíamos lo exigido.

En el segundo control nos detuvimos. Oteábamos a la leve alba: la tranca y el contenedor metálico transformado en oficina estaban con candados. A pocos metros estaban parqueadas dos vagonetas. Me aproximé llamando a sus ocupantes, los parabrisas encapotados de hielo me impidieron ver a alguien.

Un hombre llegó en una deslucida Land Cruiser al encuentro con los vehículos parados. Se aproximaron ambas, traspasaron cajas plásticas de cervezas y sacos de mercaderías. Así ingresaron los productos evadiendo el segundo puesto de control.

Di unas vueltas frotando las palmas para calentarlas. Con el viento, pizcas de nieve se prendían a mi ropa y la piel. Ni sé cuántos grados de frío marcaban. En mi pasamontaña, cuando exhalé, se formaron hilos congelados.

Mientras tanto, desde aquella abra y altitud divisé en el confín oeste a escasos alumbrados. Supuse que eran del desolado campamento minero de Pulacayo o quizá de la Planta Solar Fotovoltaica de Uyuni. A nuestra derecha, estaba la colosal montaña cubierta de nieve con serpenteados caminos para ingresar a los socavones sin que exista aún ningún movimiento de motorizados. Una señorita tranquera llegó y nos abrió el paso.

Trastornamos montañas y laderas hasta el tercer punto de control. Una tía de los valles, esposa del principal tranquero, sin cuestionarnos nos permitió continuar sin el viaje hasta la carretera asfaltada a Uyuni. Teníamos desespero de llegar a nuestro destino. ¡Vencimos los obstáculos!

En el trayecto vimos a grupos de esbeltas vicuñas: siempre en pares. Llegamos a las 09.30 de la mañana a Uyuni. No vimos banderas azules en las calles. Preguntamos si vieron algún evento proselitista: un peatón nos anunció dónde era la concentración multitudinaria. Entonces, nos dirigimos al salar.

Habiendo ingresado al salar verifiqué mi insuficiente combustible para la imprecisa ruta de la inmensa planicie de sal: optamos por regresar. Minutos después decidimos aventurarnos siguiendo la ruta. En el horizonte vimos una hilera negra. Respiramos tranquilos, alguien nos socorrerá si nos falta combustible, dijimos. Había sido la muchedumbre de centenares en el desierto, sin importar las restricciones acudieron esperanzados.

En el acto proselitista hubo discursos encendidos con intervalos de baile y música autóctona al vivo. Los candidatos Lucho y David bailaron en rondas con gozosos militantes. El sol alumbraba del centro del firmamento.

A su turno, David comenzó destocándose su barbijo. Levantando su mano izquierda en alto sosteniendo un papel, apuntó jubiloso y arengó: “El Tata Tunupa (refiriéndose a la montaña más erguida), nos mira, nos protege. Él nos dará fuerza para vencer las adversidades, pero no debemos mentirle”. Unas apiladas guirnaldas de flores blancas le cubrían. “Debemos votar, pero también tendremos que cuidar nuestro voto”, dijo. La muchedumbre coreó al binomio.

“No más mixturas, no queremos y no permitiremos que el viento se lleve lo que nos costó construir con nuestra lucha. Por eso, no más mixtura cuando estemos de regocijo. Nuestro proceso debe florecer, nos debe contagiar la alegría. Somos privilegiados por estar en Jayuni”, gritó con júbilo y sonrisa. Dio a entender que teníamos honra de absorber y nutrirnos de la fuerza y energía del salar: vigilados por el Tunupa.

David en otra ocasión ya había dicho: “Enamórese de un indígena. No sabe lo que se pierde”. Quizá se refirió al místico hombre andino que es él mismo donde esté, al irrenunciable amor que practica, al entorno familiar del que se alimenta de nobleza, al hombre de sólidos ideales que lucha por conquistarlos.

Al parecer, David cuando habla a sus receptores, intenta sintonizarlos con las frecuencias de comunicación subatómicas: con los seres del cosmos, las wak’as, la Pachamama.

Los físicos cuánticos nos dicen que hay directa comunicación entre nuestros cerebros y el cosmos. Ellos también nos advierten que la mentira nos desconecta del cosmos. Entonces, no es irreal, ni fantasioso hacer nuestras ch’allas a la Pachamama, al agua y a las montañas. David, creo yo, estaba pidiéndonos que seamos conscientes de que nuestras redes neuronales están conectadas con el cosmos. Claro, sin asociar con la física cuántica su discurso. ¿Acaso el Tunupa puede juzgarnos?, me preguntó una militante y no supe precisar la respuesta.

Para los runflantes sociólogos se trataba de un discurso místico y ritualístico. Yo creo que él asocia la perspectiva de la mecánica cuántica al pensamiento indígena. Pero, el astrofísico Neil deGrasse ya nos dice que tenemos una unión biológica con todas las formas de vida en la tierra y tenemos una unión atómica con las estrellas del universo. Entonces, todos estamos juntos en un sitio.

El físico Michio Kaku nos recuerda que: “Nosotros estamos conectados cósmicamente con otros. Tenemos una especie de unión cósmica. Nuestras partículas subatómicas, incluso las que no comparten el mismo espacio, están interconectadas porque en algún momento hemos estado en contacto”. Solo los inexpertos tachan al pensamiento relacionado con la Pachamama como mero “pachamamismo”.


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