En las últimas semanas han resurgido con fuerza las voces que promueven la dolarización total de la economía boliviana como receta mágica para resolver todos los males. Analistas, que se mueven más por ideología que por evidencia, aseguran que la única salida a nuestros desafíos es entregar por completo la soberanía monetaria al dólar estadounidense. Es momento de poner las cosas en su lugar: todos los extremos son peligrosos, y la dolarización absoluta es uno de ellos.
Es cierto que Bolivia enfrenta tensiones cambiarias. Sería necio negarlo. Pero usar eso como excusa para rendirnos como país y adoptar la moneda de otra nación no solo es irresponsable, es peligroso. Dolarizar al 100% significa renunciar a una de las herramientas más importantes de cualquier Estado: la política monetaria. Es como amputarse las piernas para evitar tropezar: radical, dramático y, sobre todo, irreversible.
En contextos como el boliviano, donde el Estado tiene un rol importante en la inversión pública, en el fomento productivo y en la estabilidad social, eliminar la posibilidad de emitir moneda nacional significa restringir gravemente la capacidad de respuesta ante crisis económicas. ¿Qué haríamos ante un shock externo si no podemos ajustar la tasa de interés ni influir en la liquidez interna? ¿Acaso deberíamos cruzarnos de brazos y esperar que la Reserva Federal de Estados Unidos nos dicte el camino?
Además, la dolarización plena no garantiza una economía estable. Ecuador es un ejemplo claro: si bien contuvo la hiperinflación de los años 90, hoy enfrenta enormes desequilibrios fiscales, dependencia del endeudamiento externo y una pérdida notable de competitividad. En un mundo donde los países fortalecen sus monedas y consolidan su autonomía, entregar la nuestra es, literalmente, retroceder.
Hay algo aún más grave: una dolarización total agudiza la desigualdad. En Bolivia, gran parte de la población vive de ingresos informales o fluctuantes. Si no se puede ajustar la política monetaria ni los salarios en moneda nacional, los sectores más vulnerables quedarían expuestos a una economía rígida, donde cualquier caída del ingreso real no podría ser amortiguada por políticas anticíclicas. Es decir, más exclusión, menos protección.
¿Y qué pasaría con nuestras exportaciones? Bolivia necesita ganar competitividad, diversificar su matriz productiva y fortalecer la sustitución de importaciones. Dolarizar implicaría renunciar a cualquier margen de maniobra cambiaria. Seríamos más caros para exportar, más dependientes de las importaciones y más frágiles ante cualquier variación del dólar en los mercados internacionales.
Quienes proponen esta medida suelen ignorar que Bolivia ya tiene un alto grado de dolarización financiera. Más del 90% de los depósitos y créditos están en bolivianos. Esto no es casualidad: es el resultado de una política económica sostenida, que ha generado confianza en la moneda nacional. Tirar todo ese esfuerzo por la borda sería condenarnos a un retroceso brutal.
En lugar de fantasías importadas, el país necesita soluciones propias, responsables y sostenidas. Bolivia debe fortalecer su producción interna, mejorar su balanza comercial, modernizar su matriz energética y generar más divisas genuinas. Dolarizar no resuelve nada de eso. Solo lo esconde. Y cuando la realidad vuelva a golpear, ya no tendremos instrumentos para defendernos.
No se trata de negar los desafíos. Se trata de enfrentarlos con madurez, sin caer en discursos facilistas que suenan bien en titulares pero que han demostrado, una y otra vez, ser un desastre en la práctica. La economía requiere equilibrio, no extremos. Y quienes empujan con entusiasmo la idea de dolarizar, deben hacerse responsables de las consecuencias sociales, fiscales y productivas que esa medida implicaría.
Bolivia no necesita regalar su soberanía para recuperar estabilidad. Lo que necesita es más seriedad, más producción y menos recetas importadas. Dolarizar por completo es apagar el motor económico del país y dejarlo a la deriva en manos de una moneda que no controlamos. Los que promueven esa idea están jugando con fuego, y es nuestro deber denunciarlo antes de que sea tarde.
Por: Miguel Clares (Economista)