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Marcelo Colussi

Elecciones en Guatemala: cambiar caras para que nada cambie

En pocos días habrá elecciones generales para elegir presidente, legisladores, alcaldes y miembros del Parlamento Centroamericano. Una visión ingenua —por decirlo suavemente— ve en esto una “fabulosa fiesta democrática”. Siendo realistas, lo único que puede preguntarse es: ¿para qué esta parafernalia? ¿Qué habrá de nuevo luego de esta justa electoral? Nada, absolutamente nada.

El país hace ya casi cuatro décadas que retomó esta tradición de votar cada cuatro años, a lo que se llama “democracia”. En ese lapso pasaron 11 presidentes (nueve llegados por voto popular y dos producto de regulaciones administrativas), y la masa votante y la población en general no encontró ninguna diferencia con ninguno de ellos. Como siempre, las decisiones fundamentales no se tomaron en la casa de gobierno, sino a partir de los verdaderos factores de poder, que siguen siendo el alto empresariado con unos cuantos grupos económicos al frente (quienes financian las campañas de los partidos políticos), y la Embajada de Estados Unidos.

El proceso electoral se ha mostrado hiperjudicializado, con continuas denuncias de un lado y otro. No hay ninguna propuesta concreta por parte de ningún partido que la gente tome en serio, y los problemas estructurales del país continúan igual que siempre, incluso profundizándose: pobreza extrema, exclusión social, racismo, patriarcado, violencia ciudadana, migraciones masivas hacia Estados Unidos como salida a la crisis. Nada indica que con estas elecciones pueda cambiar algo. Como se ha dicho en alguna oportunidad: estamos ante “más de lo mismo”. O, lo que es peor: lo mismo con más. Pareciera que con cada nueva administración el campo popular se siente crecientemente defraudado.

En realidad, todo resulta un show donde “democracia” es una mera palabra vacía. El Tribunal Supremo Electoral está volcado a ayudar a la derecha tradicional contra la izquierda y contra nuevas opciones también de derecha (Carlos Pineda), pero contrarias al guion ya escrito por los poderes arriba señalados, perdiendo así su situación de supuesta objetividad. Todo sigue igual y nada parece poder cambiar eso el próximo 25 de junio.

La población votante está muy desesperanzada. Con estas alrededor de cuatro décadas de retorno a la democracia, y con ningún gobierno que ha pasado en este periodo, se han visto cambios reales. Tampoco ahora se vislumbran. Tal como se aprecian las campañas electorales, centradas en buena medida en banalidades superficiales, es muy probable que haya una baja participación, porque la gente ya está cansada de esto, que más bien suena a burla. No hay ninguna esperanza de cambio. Los partidos de derecha no ofrecen nada nuevo, solo consignas vacías y algún regalo por allí (una gorra, una camiseta), mucho menos programas concretos adecuados a la realidad. Para la población votante, en definitiva, da lo mismo que gane cualquier candidato, porque no se esperan cambios de ninguna naturaleza. Por su parte, la izquierda prácticamente no existe. Alguien ganará y será el próximo presidente, pero seguramente sin mayor legitimidad popular. Todo indica que nadie se impondrá en la primera vuelta, por lo que habrá que esperar la segunda ronda en agosto. Esto muestra que el presidente no pasa de ser un administrador, un gerente de los grandes negocios que hacen los grandes capitales, y que la masa de electores mira con desdén. La legislación es una forma de darles el beneplácito a esos sectores dominantes, formulando leyes a su medida.

Por su parte la izquierda está muy fragmentada, sin ningún planteamiento profundo de cambio, sin rumbo. Al único partido de izquierda que podía dar batalla verdadera para la presidencia: el Movimiento para la Liberación de los Pueblos (partido con base campesina de origen maya, muy numeroso en los departamentos del país), la derecha en el poder se encargó de frenarlo a través de artimañas legales, impidiéndole su participación. Los pequeños grupos de izquierda que van a la contienda electoral no tienen mayor chance de hacer un buen papel. A duras penas podrán obtener algunas diputaciones y, eventualmente, algunas alcaldías municipales. No se pueden esperar cambios estructurales profundos con ninguna de sus acciones. Luego de la Firma de la Paz en 1996, que abrió limitadas esperanzas de cambio terminando el sangriento conflicto armado interno que dejó secuelas que aún hoy persisten, la izquierda quedó muy debilitada, y en estos años aún no ha podido reaccionar adecuadamente.

Las perspectivas reales para superar esta enorme crisis multifacética que vive el país, en realidad no se avizoran. La situación sigue empeorando día a día. En términos de macroeconomía, Guatemala no está mal. Tiene una economía próspera, entre las 10 más grandes de Latinoamérica, pero muy inequitativamente repartida. Un pequeño grupo lo tiene todo, y una gran mayoría no tiene nada. Los problemas sobran. A la pobreza histórica (60% de la población bajo el nivel de la pobreza) se suma una ola de violencia delincuencial imparable, producto de esa miseria generalizada y de la cultura de violencia que dejó la pasada guerra. Aunque suene patético, esto es una cruda realidad: pueden llegar a matar por robar un teléfono celular. Eso tiene a la población sumamente asustada, maniatada, condenándola a ir de la casa al trabajo o estudio y viceversa, con miedo. Junto a todo eso persisten otros problemas enormes, estructurales e históricos, como el racismo contra los pueblos originarios (población de origen maya, que representan la mitad del país) y el machismo patriarcal. Todo eso no se ve como elemento que algún gobierno enfrente con posibilidad, o voluntad, real de éxito. El panorama a futuro es más bien sombrío. ¿Nueva guerra civil en el horizonte? Quizá.


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