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Randy Alonso Falcón

Halloween, más allá de los disfraces

Va siendo lugar común que cada fines de octubre, poco después de conmemorar el Día de la Cultura nacional, Cuba sea sacudida por la polémica de la celebración de Halloween. No ya solo por el debate sobre la pertinencia o no de su festejo en estas tierras, sino por hechos que ocurren en la fecha y llaman a la reflexión social.

Una festividad que poco tiene que ver con nuestras tradiciones, pero que se ha regado como la verdolaga o el marabú, ante la falta de celebraciones culturales y lúdicas que sean atractivas para los públicos más jóvenes, se ha convertido en el escenario para que florezcan expresiones aberrantes, aunque ciertamente aisladas todavía, de apología al racismo o al fascismo.

El pasado año fue el incidente de jóvenes holguineros vestidos a la usanza del Ku Klux Klan; ahora, un ignorante o provocador ataviado con la vestimenta nazi. Aquellos se pasearon orondos por un parque en plena capital de provincia; este, entró a una institución cultural en La Habana y hasta fue premiado por su atuendo.

¿Hasta dónde podemos llegar en permitir estas expresiones degradantes, ofensivas y contrarias totalmente a nuestros principios? ¿Dónde quedan nuestros valores como sociedad cuando cientos permiten y aplauden semejante aberración?

Me abochorna aun más saber que en Argentina, esa misma noche, la gente expulsó de una fiesta privada de Halloween a un joven que se apareció vestido de Adolf Hitler. Recibió el repudio de los presentes y fue sacado del lugar por la seguridad del sitio. Y eso que por allá hay hasta políticos con pensamiento neofascista.

¿Qué hace una institución estatal, más aun cultural, organizando, promoviendo y desarrollando una celebración que no tiene nada que ver con nuestras tradiciones, ni con una fecha patria, ni con nuestros intercambios culturales legítimos con otros países, ni siquiera con lo más genuino de la rica y diversa cultura estadounidense, sino con su sentido más consumista y estéril?

La absorción acrítica por nuestra sociedad de un festejo foráneo, fruto de la penetración cultural globalizadora que llega e impone patrones por doquier, no implica en grado alguno que pueda ser asumida inconscientemente por las instituciones de un Estado cuya política cultural y cuya defensa de valores humanos ha sido siempre emancipadora, liberadora y raigal.

Es la misma pregunta que me hice hace un par de meses, cuando una empresa turística nacional organizó, promovió y comercializó un Festival de Música cuyo centro era un tipo drogadicto, pandillero, misógino y violento contra las mujeres como Tekashi 69. ¿La búsqueda de ingresos, el comercialismo barato nos impondrán patrones de conducta, símbolos, sentidos de éxito totalmente contrarios a los valores que defendemos?

Es inaceptable que prácticas racistas, xenófobas, sexistas y otros antivalores pretendan naturalizarse entre nosotros. No lo puede permitir el Estado; no lo podemos permitir los ciudadanos.

Hay lecturas necesarias y profundas, más allá de los disfraces y del análisis anunciado sobre el más reciente suceso. Recuerdo la valoración hace un año de Iroel Sánchez, lamentablemente fallecido, quien catalogaba como “urgente e imprescindible indagar en las causas de por qué un aparato educativo, cultural y mediático tan abarcador como el nuestro no ha hecho posible una recepción crítica de este hecho y permite que aniden en nuestro tejido social las condiciones para su reproducción”.

Las batallas culturales, ideológicas, no se ganan por decreto. Pero no le añadamos al poder avasallador y dominante de la cultura imperial, sus prácticas conexas y sus fabulosos canales de difusión, la entrega de espacios para que se afiance en nuestros predios, colonice nuestras mentes, degrade nuestra cultura y pervierta nuestros valores.


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