La marcha en defensa de la universidad pública del 23 de abril sacudió el escenario político argentino. En realidad, y pese a la centralidad que tuvo la marcha que llegó a la Plaza de Mayo, deberíamos decir las marchas que se produjeron en varias calles y plazas del país en defensa de la educación pública, la ciencia y la cultura. Tomadas de a una o mejor aún todas juntas, fueron impactantes.
Pero al otro día de cualquier acontecimiento político empieza la lucha por el sentido de lo que ocurrió. Y más aún, una lucha por qué fue lo que ocurrió. La relevancia de la marcha a la Plaza de Mayo estuvo anclada en el número, y esa cantidad de asistentes fue también objeto de un debate: toda la prensa fiel al Gobierno intentó imponer un número 150 mil basado en una estimación (escasa, insostenible…) del mismo Gobierno. Pero ese primer movimiento que trató de ‘adelgazar’ la marcha fracasó. Al otro día, esos medios comenzaron a rectificar el número y el mismo diario La Nación llegó rápidamente a 430 mil. El aumento fue importante y se parece más a la realidad, sobre todo en nuestro país, donde los números sí importan.
La política argentina de hoy mantiene un diálogo permanente entre estos tres actores: el Palacio/las instituciones de la política, la Plaza/la calle en todas sus formas y las redes sociales + medios tradicionales que conviven y se retroalimentan (aunque sean diferentes). En esos tres espacios se disputa el sentido de la política y también se hace política tout court. Sin embargo, cada uno de ellos tiene un rango diferente y sus movimientos producen efectos que inciden de manera muy distinta en la vida de las personas. Tengo la convicción de que a la hora de mover la agenda política, a la hora de sacudir a las instituciones y de hacer oír la voz del pueblo, no hay nada como la calle. Y eso pasó el 23 de abril: aparecieron los cuerpos en la calle, impusieron su presencia y a su manera hablaron: banderas de organizaciones, carteles rústicos con mensajes bien precisos, memes improvisados (el humor es un gran lenguaje de la política), libros levantados y banderas argentinas por todos lados. Hubo un señalamiento de quiénes y por qué estábamos allí, pero faltó una palabra de orden (consigna, como se dice en francés). Para decirlo de otro modo: al significante “educación pública” le faltó algo más de anclaje.
Voy a ser más preciso aún. En la transición democrática, en las calles y las plazas de todo el país se cantaba una consigna que era poco menos que un manifiesto: “Milicos, muy mal paridos, ¡qué es lo que han hecho con los desaparecidos, la deuda externa, la corrupción, son la peor mierda que ha tenido la Nación… qué pasó con las Malvinas, esos chicos ya no están, no debemos olvidarlos y por eso hay que luchar!” ¡Guauuu! era una especie de agenda política que la calle le dejaba a la dirigencia, un contrato que la Plaza quería firmar con el Palacio en el inicio de la democracia y que, para ser escuchada, se le ponía música. Pues bien, eso no estuvo presente en la extraordinaria movilización del A23, estuvieron los cuerpos, estuvo la política hablándole al Palacio que desplaza y vuelve insignificantes a las redes, pero faltó el logos ordenador, el mandato de futuro que la calle le dejaba a la política.
Esta tarea de ponerle nombre a lo que hacemos y pedimos, de indicarle a la dirigencia (de abajo para arriba) por qué estamos en la calle, esta forma de hablar exigiendo, hablar para impedir la destrucción de lo que más queremos y necesitamos es demasiado importante para dejársela a los medios y las redes. Tal vez recién están empezando en nuestro país a pronunciarse esas palabras y debamos estar atentos a las próximas jornadas de calle, música y demandas.