En los Chichas de Potosí, cada noche del 23 de junio, los chicos y chicas adolescentes nos agrupábamos para subir al cerro y prender nuestras fogatas. Encendíamos solo los arbustos aislados, menudos y secos, y las cactáceas espinosas que obstruían el paso. Sabíamos qué encender.
A los palquis, los churquis, los algarrobos y todo arbusto vivo no debíamos quemar: eran el alimento de los animales. Debía arder solo lo visible, lo seco y lo suelto.
Cumplíamos ello como mandato y lo llamábamos luminaria. Mientras cuesta arriba crecían los puntos de fogones, atrás —una vez consumido el residuo de los arbustos— se extinguían las hogueras. Cada arbusto, de cualquier variedad y tamaño, está suelto, no es espesa la vegetación; entonces, era imposible que pudiesen acusarnos de causar un incendio desastroso.
Por entonces prescindíamos de las linternas. Si por despiste y discontinuidad en el encendido nos encontrábamos en tinieblas, el fuego lo obteníamos soplando una chispita de brasa que aún quedaba en el leño del cactus: ardía al instante como si tuviese combustible. Así recobrábamos la antorcha en la penumbra, luego cada cual con su leño en mano continuaba subiendo por las pendientes rocosas. Era difícil caminar sin esa lumbre.
Los “luminaristas” de otras rinconadas también avanzaban. Mirábamos expectantes al frente y nuestros alrededores para saber cuál de ellos era numeroso e intentábamos deducir quiénes serían. Nos entusiasmábamos más al verlos y alardeábamos ser los protagonistas multiplicando los puntos de fogatas.
¿Cómo nos preparábamos? Días antes concordábamos. Nos mentalizábamos en ser los numerosos, en llegar a distantes altitudes quemando y en regresar al vecindario al clarear, y mejor aún, directo a jugar con agua a tempranas horas del 24 de junio. Por lo evocable que pasábamos, teníamos la opción de repetir la luminaria para San Pedro, 28 de junio.
Por la tarde, algunos escondían comestibles, ante una eventual negativa de sus padres, para cocinar un arroz con leche cuando estemos en la cima de la montaña. Al salir de casa nos arropábamos como para pernoctar a la deriva y con potentes ojotas. Al anochecer nos reuníamos. Luego, nos dividíamos en dos subgrupos. Éramos solo dos varones entre la decena de chicas. Subimos por la colina contentos, bromeando y jugueteando. Competíamos buscando arbustos secos para quemarlos cuesta arriba. A más de medianoche improvisábamos una fogata en una pequeña planicie y preparábamos un ponche con mate de canela y singani. Los más chicos dormían acurrucados.
Los adolescentes observaban carialegres sentados alrededor del fuego a quienes bailaban al son de una radiograbadora. Los apasionados llevaban sus cintas casetes de sus músicas favoritas: era tan popular el Puthucun, las orquestas y grupos folklóricos que interpretaban con distintos estilos. Era nuestra noche agradable en plena montaña. Habíamos sido recomendados en casa.
—Pobrecitos. Cuidadito que estén quemando a las termas. ¿Qué comerían nuestros chivos? —nos advertían nuestros padres.
Es verdad, la terma florida cubre de amarillo a los cerros. En época lluviosa es placentero el paisaje. Hasta en las pequeñas quebradas corre el agua. Entonces sabíamos perfectamente qué no y qué sí.
—¡Mi amor! —gritó Eloy en el instante en que vio las fogatas de otro grupo al frente de nosotros.
—¿Por qué vinieron? ¿Qué quieren aquí? —les cuestionamos a los que se aproximaban hacia nosotros.
Uno de ellos respondió.
—Pero Eloito, también soy de aquí, soy tu primo —dijo uno de ellos.
—Uuuh, jajaja. Qué vas a ser mi primo, ni sé quién eres —respondió Eloy con enojo.
Aurelio, el mayor de ellos, se esforzó en apaciguar los ánimos del desencuentro. Al final, nos agrupamos con ellos.
Tío Domingo y Sacarías también habían venido por nuestro detrás. Éramos tres grupos juntos casi a medianoche. Hasta tanto, en algunos trechos ásperos y rocosos, los dos varones jalamos con una cuerda a las pequeñas, ellas eran lentas.
—Caray… a estas wawas para qué trajimos —dijo Juanito enfadado. A pesar de ello, llegamos hasta Tabla Cancha, lugar que no imaginábamos alcanzar.
Tuvimos un tremendo susto en un momento. Alguien pegó fuego en la paja y con el viento se vinieron las llamas por nuestro detrás: corrimos espantados por la cuesta e inclusive gateando. Mis pies ardían por los espinos clavados. Sentíamos dolores y agitación. Los chicos que tenían ojotas lloraban. Pero, el sobresalto fue momentáneo.
Debió ser una de la madrugada, quizá las dos. La energía que teníamos a un principio se desvaneció. Los más chicos exteriorizaban cansancio y ganas de dormir. Entonces optamos por volver a casa descendiendo por una colina. Pero el sueño y fatiga era más visible en todos y decidimos descansar en medio camino.
—¡Aurelio, Aurelio, tío Domingo se desvaneció! —gritó alguien, estábamos dormidos.
Aurelio corrió donde estaba recostado el tío y pidió alcohol puro a Sacarías. Él se untó en las palmas y aproximó al olfato para que respire y aspire, simultáneamente friccionó el tórax. ¡El tío de pronto recuperó! Nos llevamos un segundo susto de la noche. Debió ser tres de la madrugada. Sacarías nos invitó singani en una pequeña tutuma y con eso el frío que sentíamos se sosegó.
Continuamos descendiendo en dirección al campamento de la mina abandonada.
—Hay oraciones en esta mina —comentaron las chicas asustadas e indispuestas de aproximarse más.
—En esos horarios la mina se las traga a las personas —murmuraron.
Tío Domingo, Sacarías, Aurelio y yo desconfiábamos de esos comentarios y acabamos obedeciendo, optando por dormir alrededor de una fogata. Solo amanecidos pasamos por la mina. Con hambre, con mucho frío, con sueño y con los sustos que tuvimos la pasamos anecdótica la noche de luminaria. A pesar de ello, varios corrieron entusiasmados a sus casas por sus bandejas para luego encontrarse en el río. En la mañana de San Juan acostumbran a jugar con agua. Dicen que el agua hasta mediodía es bendecida, rociaban a los animales y a todo cuanto haya en casa.