Las críticas realizadas por el exfuncionario de la Casa Blanca Elliott Abrams a la actual administración del presidente Joe Biden, en torno al tema Venezuela, dan cuenta de una disparidad de criterios de los factores políticos de EEUU.
A finales de agosto, Abrams calificó como una “política fallida” los acercamientos de Washington que, en 2022, dejaron un intercambio de presos entre ambos países, así como la autorización para ciertas operaciones de la empresa estadounidense Chevron.
En una entrevista con DW a comienzos de este mes, el director para el Hemisferio Occidental de la Casa Blanca, Juan González, explayó algunos cambios de enfoque y de discurso con respecto a Caracas: “Estamos dispuestos a levantar sanciones y acompañar un proceso que lleve a elecciones”.
González marcó las diferencias de la actual administración con la del expresidente Donald Trump, de la que Abrams fue pieza clave: “Este es un cambio muy importante y definitivo de la política nuestra de la administración previa: que ellos pensaron que una política de presión máxima iba a llevar a un cambio de régimen. El enfoque nuestro ha sido apoyar un proceso de negociación y dejar claro que vamos a levantar sanciones con base en pasos concretos, que le den la oportunidad a los venezolanos a decidir quiénes son sus líderes”.
Según el funcionario, que se reunió con voceros del gobierno del presidente Nicolás Maduro en 2022, hay interés en limar los discursos patológicos sobre Venezuela y detenerse a ver algunos puntos a favor de la democracia en el país caribeño.
“Hay elementos de democracia en Venezuela: hay gobernadores y alcaldes que han sido elegidos y que están gobernando de forma democrática (…) estamos pidiendo expandir el consenso a favor de una dirección democrática, porque nuestra política es una ruta electoral, no es cambio de régimen”, aseveró en esa entrevista.
Sin embargo, este cambio de enfoque, claramente definido, no ha tenido tantas modificaciones en las relaciones reales entre ambos gobiernos.
Nuevo discurso, viejas prácticas
Si bien Washington ya no reconoce al exdiputado opositor Juan Guaidó como “presidente interino”, sigue desconociendo tozudamente al gobierno de Maduro y otorga legitimidad a la Asamblea Nacional que culminó su periodo constitucional en 2020, y que no ha vuelto a reunirse en meses.
González estuvo en marzo pasado en Caracas y se esperaba que la suavización de sanciones se acentuara, de cara a un acuerdo que facilitara una negociación entre las partes.
Sin embargo, la arquitectura sancionatoria sigue intacta. Caracas, de hecho, denuncia que sobre el país pesan un total de 926 medidas coercitivas unilaterales.
Más allá de algunos gestos discursivos, como los de González, Washington está ubicándose como el principal responsable de la disolución de las iniciativas del diálogo.
A comienzos de agosto, un tribunal portugués falló a favor del Gobierno venezolano con relación a un pleito legal con recursos represados por el Novo Banco, del país luso. Sin embargo, Caracas no podrá tener acceso a dichos fondos debido a las sanciones.
Otros recursos congelados en Reino Unido y EEUU, por mandato del Departamento del Tesoro, suman más de 3.000 millones de dólares que oposición y Gobierno acordaron liberar en la mesa de negociaciones de México, para ser gestionados por la Organización de las Naciones Unidas (ONU).
Sin embargo, Washington no ha dado la luz verde, el dinero sigue represado, no se cumplen los acuerdos firmados por las partes y con esto dinamita la mesa de negociaciones, de donde se supone deben salir las condiciones políticas para la cabal participación de la oposición en las presidenciales del año que viene.
Así las cosas, en la medida en que Washington no dé pasos en firme, el diálogo político cae en un limbo cuyos principales perjudicados —políticamente hablando, ya que los efectos económicos los sufre primordialmente el pueblo venezolano— son la oposición y sus candidatos.
Con el reciente nombramiento de las autoridades del Consejo Nacional Electoral (CNE), el proceso comicial entra en una fase de aceleración. El 22 de agosto comenzaron oficialmente las campañas de las diferentes precandidaturas para la elección del aspirante único de la Plataforma Unitaria (PU), la coalición opositora, que se realizará el 22 de octubre.
Por su parte, el subsecretario de Estado para Asuntos del Hemisferio Occidental de Estados Unidos, Brian Nichols, destacó la presencia de dos partidos opositores en la directiva del CNE y consideró que el ente “debe ser juzgado por sus acciones”, alejándose del acostumbrado desconocimiento a priori que hace el funcionariado estadounidense sobre la institucionalidad venezolana.
Mientras se caldea el proceso electoral y se rumorea un posible adelanto de los comicios, las negociaciones lucen estancadas y la oposición no termina de conseguir condiciones favorables en torno a las candidaturas inhabilitadas, ni a los partidos intervenidos por el Tribunal Supremo de Justicia (TSJ).
La velocidad del proceso electoral no se equipara con la lentitud con la que la gestión del mandatario Joe Biden trata los problemas bilaterales. La administración Trump dejó un campo minado en esta materia, que no solo no ha podido ser desanudado por el actual Gobierno, sino que dejó entrampada a la oposición venezolana que puso todos los huevos en la cesta de la intervención militar.
Si bien Abrams critica a Biden, lo cierto es que desde su oficina se diseñó el actual esquema imperante y, por más diferencias de enfoque que estime González, la actuación de la actual administración está enmarcada en el modelo trumpista.
Así, no sabemos bien si hay una coherencia práctica (a pesar de las diferencias teóricas) en las políticas de demócratas y republicanos en torno al tema Venezuela, lo que sí es una certeza es que el cronograma electoral avanza raudo, mientras la oposición cae presa del limbo de las sanciones, lo que le impide desarrollar una negociación seria y estructurada con el Gobierno.