Otra vez Evo Morales tiñe de sangre la historia reciente de Bolivia. Esta vez las víctimas son policías que cayeron cumpliendo su deber y un campesino que jamás imaginó morir atrapado en un bloqueo criminal.
Mientras los uniformados eran emboscados con dinamita y disparos, el caudillo agitaba a sus seguidores desde la comodidad de un micrófono, decidido a incendiar el país para saciar su capricho de poder.
No es una protesta; es terrorismo. Bloquear carreteras, impedir el paso de ambulancias, dejar sin combustible al país y pudrir toneladas de alimentos no es defender al pueblo: es castigarlo. Evo sabe que cada minuto de ruta cerrada multiplica la desesperación en las ciudades, que cada litro de diésel retenido detiene tractores y ambulancias. Le da igual. Su objetivo no es el bienestar colectivo, sino doblegar a Bolivia con hambre y miedo.
Su prontuario es largo. Desde la Asamblea sabotearon créditos decisivos, frenaron leyes sociales y provocaron la escasez de divisas. Ahora redobla la apuesta: cercar ciudades hasta forzar la renuncia del Gobierno y convertir su nombre en la única llave para unas elecciones que la Constitución le prohíbe disputar. “Por las buenas o por las malas”, brama con tono de dictador veterano. Esa frase basta para entenderlo todo: democracia sí, pero solo si lo incluye; de lo contrario, caos.
Las familias de los policías muertos entierran a sus hijos entre banderas y lágrimas. Los productores calculan millones perdidos mientras sus camiones siguen varados. Los trabajadores llegan tarde o no llegan; los enfermos aguardan oxígeno que no pasa. Cada rostro angustiado es responsabilidad directa de Morales. ¿Y él? Sonríe, calcula, amenaza con más violencia si su voluntad no se impone. Así actúa quien jamás aceptó el veredicto de las urnas.
Hay que decirlo sin rodeos: Evo Morales rompió el pacto básico de convivencia. Cuando un líder convoca al enfrentamiento, cuando celebra la sangre derramada como combustible para su candidatura, deja de ser adversario político y se convierte en criminal. La justicia no puede tratarlo como un político más; debe juzgarlo como instigador de violencia letal.
No valen los falsos equilibrios: ninguna demanda justifica la muerte de policías ni el sabotaje a la vida diaria de millones. Evo no lucha por la canasta familiar ni por la inflación; utiliza esos discursos como máscaras para ocultar un ego enfermo. La gente lo sabe y lo repudia, pero necesita que las instituciones lo detengan antes de que cueste más vidas.
Bolivia clama por tribunales que no tiemblen, por fiscales que llamen a Morales a declarar y por jueces que no se asusten frente a su antiguo poder. La cárcel aguarda a quien juegue con la vida ajena; es allí donde debe rendir cuentas. Solo así se honrará la memoria de los caídos y se enviará un mensaje claro a cualquier aspirante a caudillo: nadie está por encima de la ley.
La sociedad también tiene una tarea urgente: cerrar filas frente al chantaje. Productores, transportistas, estudiantes, comerciantes y vecinos deben defender la paz con la fuerza de la unidad. Evo apuesta a la división porque sabe que un país fragmentado es fácil de doblegar. Un país unido, en cambio, es indomable.
A la juventud le toca reconocer el veneno detrás de los discursos incendiarios. No hay heroísmo en encapuchar rostros ni en lanzar dinamita contra servidores públicos; hay cobardía y manipulación de quienes se esconden tras banderas ajenas para librar batallas personales. El futuro se construye con votos, trabajo y diálogo, nunca con pólvora sobre las carreteras.
Morales dejó de ser parte de la solución hace mucho; hoy es el núcleo del problema. Ha cruzado la línea que separa la política de la barbarie y debe pagar las consecuencias. Ninguna negociación, ninguna mesa de diálogo, ningún indulto puede borrar la sangre derramada. Evo Morales merece un juicio ejemplar y, sí, merece cárcel. Solo así Bolivia podrá sanar y avanzar sin miedo hacia las urnas del 17 de agosto, decidida a enterrar definitivamente los viejos fantasmas del autoritarismo.
Por: Miguel Clares/